Palabras de Francisco.
Por Raúl Gustavo Ferreyra [1][2]
Invitado especial en Palabras del Derecho
“La paz es posible, nunca me cansaré de repetirlo. Y es la condición fundamental para el respeto de los derechos de cada hombre y para el desarrollo integral de cada pueblo”
Francisco, Esperanza: la autobiografía
I. Punto de partida
Las palabras de Francisco muestran que la paz, innegable invención social, es un fin y una condición del Derecho. Entiendo que la misión del Derecho, en tanto venerable creación humana, debería ser alejar, anular o reducir, respectivamente, las tempestades de la desigualdad social y de la guerra. Echar cimientos jurídicos para la paz es toda una declaración. La prédica normativa que debería cumplirse por intermedio del sistema de una Constitución de un Estado de Derecho es la procura de paz con justicia social, que configura, a la par, una declaración sobre un “constitucionalismo ciudadano”.
Desde 1853 la Constitución federal de la República Argentina (CFA) determina, en su Preámbulo, que uno de sus objetivos eminentes es la “consolidación de la paz interior”. Un propósito clave y fundante que fue decidido para “nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”. Sobre todo en tiempos acosados por diferentes modelos de autocracia, es preciso destacar esta configuración originalmente exquisita, en especial por su antigüedad, en el inventario del constitucionalismo mundial.
El artículo 4 de la Constitución de Brasil de 1988 (CRFB) establece que la “república federativa” se rige por los siguientes principios en sus relaciones internacionales: la independencia nacional, la prevalencia de los derechos humanos, la autodeterminación de los pueblos, la no intervención, la igualdad entre los Estados, la defensa de la paz, la solución pacífica de los conflictos, el repudio al terrorismo y al racismo, la cooperación entre los pueblos para el progreso de la humanidad y la concesión de asilo político. Una redacción completa en el imaginario del Derecho constitucional comparado.
La “paz interna” mostrada por la CFA y la “paz externa” exhibida por la CRFB son dos fuentes de un mismo cauce. Sin la primera, todo sería anarquía, una lucha despiadada de todos contra todos. Sin la segunda, no podría existir la convivencia para establecer relaciones entre los países. Por lo tanto, afirmo que todas las reglas y los principios de un sistema constitucional, en globo y con abstracción de una determinación normativa, han de ser considerados como la reglamentación de la paz, la directiva mayor para proteger, con el Derecho positivo, al bien entre todos los bienes: el derecho fundamental a la vida de los seres humanos.
Todas las reglas constituyentes del Derecho del Estado deben encaminarse para encauzar y proteger los procesos públicos normados y contenidos por la Ley fundamental, motivo por el cual éstos también obligatoriamente han de conducirse hacia el cumplimiento inexorable de una paz relativa. En efecto, la paz es única y relativa, siempre referida a una comunidad o al concierto en que ella se desenvuelve. Sin embargo, en la paz se pueden advertir diferentes ambientes: uno, referido a los aspectos convivenciales que nacen y se hacen dentro de la comunidad y, otro, vinculado con los aspectos referidos a la coexistencia con otros países.
Más abajo, en II y III, destaco rasgos salientes de cada una de esas dimensiones sobre la paz. Luego, en IV, en virtud de la dilecta invitación para llevar a cabo esta disertación, vinculo ideas del Papa Francisco acerca de las dimensiones predispuestas, confirmadas a partir de algunos de sus propios escritos. El sentimiento, la vocación y la inspiración religiosas suelen generar nuevos lazos de fraternidad. Una fraternidad naciente que quizá sea aún más necesaria en tiempos perturbados, como el presente, que muchas veces se encuentra más allá de las razones del Derecho, azotado por la tempestad de liderazgos de políticos irracionales que ejercen la autoridad con despotismo, en nombre del pueblo o en representación del Estado.
II. Paz interior relativa. Con justicia social
A cada ser humano la existencia con vida le es establecida biológicamente por otros que serán su padre y su madre. Hasta hoy ningún ser humano decidió de antemano ni su propia gestación ni su propio nacimiento. Con preciosa exactitud, el artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (ONU, 1948) dispone que “todos los seres humanos nacen libres e iguales”, pese a que ninguno de nosotros puede decidir en qué tiempo nacerá y en qué espacio ha de vivir. Así, el desarrollo de la vida se encuentra estrictamente vinculado con las condiciones naturales que gobiernan el planeta.
La vida es el bien más maravilloso. Nada hay superior. La vida ha de tener un lugar y un tiempo para gestarse y desarrollarse: con otros seres humanos y a plazo determinado. En ese entendimiento, la duración de nuestro cuerpo dependerá del orden común de la naturaleza y de la constitución de las cosas[3]. Por lo tanto, la existencia con vida comporta una declaración: la racional convivencia con miles y más miles de seres humanos. Para que ello sea posible debe contenerse, reducirse o eliminarse la “fuerza bruta”, la imposición tan temida del más fuerte o del más poderoso. Por consiguiente, la coexistencia humana sólo es posible cuando los miembros de una ciudadanía de una comunidad, en conjunto, unen sus poderes individuales, cada uno con igual cotización, para dar nacimiento a un artificio, la Regla Altísima para la ordenación del ente comunitario: la Constitución.
En ese contexto de unión de seres humanos igualados en libertad, la paz constituye el fin mínimo, indisponible e insustituible del orden jurídico, cuya existencia es determinada por una Ley fundamental. Esta idea sobre la paz se erige como la condición necesaria y fundacional para la realización de otros fines sociales, tales como la libertad, la igualdad o la fraternidad. Así, el Estado constitucional emerge como el único instrumento capaz de articular la razón pública y la experiencia humana —a través de sus servidores públicos y de la ciudadanía— para procurar esta pacificación.
Esa idea sobre la paz, en la que ella resulta procurada por una Ley fundamental, no implica ausencia de fuerza. El Derecho constituyente del Estado, así como regula el principio democrático, también instala el principio de la paz: la fuerza sin reglamentación es la negación de la Ley fundamental[4]. Dentro de este plano, la paz resulta ser la expectativa de un uso siempre reglamentado de la fuerza. Una idea adecuada sobre la paz no se imbrica con ausencia de fuerza; precisamente, esa idea se constituye en el monopolio regulado de la fuerza estatal, en favor de la comunidad de ciudadanos que la integran para favorecer su coexistencia.
En otras palabras, el principio de la paz se implanta para distinguir la demarcación entre Estado constitucional de Derecho y Estado brutal de no derecho. En el primero, la cualidad principal es una expectativa asegurada sobre el ejercicio de la fuerza regulada. En el segundo, el Estado policial y beligerante se caracteriza por una monstruosa existencia de un uso desregulado de la fuerza y la inexistencia de límites para encuadrar la utilización con base racional y normativa.
Incluso con la Ley Fundamental, los conflictos comunitarios, seguramente, no terminarán. La única disputa que debe cesar es la relacionada con el establecimiento de un orden superior e intangible por vías ordinarias. Este orden ideal debe ser acatado con obediencia, dado que ésta es la expectativa más responsable. Una vez que se establezca tal orden jurídico, con la firme esperanza de que se materialice por intermedio de la Ley Fundamental, será preciso fomentar nuevas discusiones sobre los problemas actuales y, en especial, futuros de la comunidad.
La regulación consistente o duradera de la paz resulta imposible o muy compleja en una sociedad con marcados índices y niveles de vulnerabilidad, exclusión, sometimiento y pobreza. La paz relativa de una comunidad ha de poseer una firme tendencia igualitaria para mantener la aventura de su recorrido perpetuo. Una vez instaurada, su duración se encontrará enlazada con la justicia en la distribución de los bienes. Una desigualdad manifiesta y creciente exhibe la existencia de dos mundos: una ciudadanía política y una ciudadanía social. Los desposeídos, pobres y vulnerables, no pueden disfrutar de una ciudadanía plena de justicia social cuando el estado de cosas constitucional inhibe, frena, obstaculiza o de cualquier otra forma impide o cercena sus derechos.
Aunque nunca será posible destruir por completo la desigualdad social, se la puede disminuir continuamente. Un progreso con justicia social se presenta como tarea a fundar desde y con el Estado. La reducción del dualismo en los grados de la ciudadanía debe ser propiciada con múltiples e infatigables energías. Quizá haya que apoyar la profecía de David Hume y confesar que toda forma de gobierno ha de llegar a su fin y que la muerte es inevitable para el cuerpo político tanto como lo es para el cuerpo animal[5], máxime en América del Sud, cuyos Estados exhiben una grosera e injustificada acumulación de riqueza en escasas personas y la aflicción de la abrumadora mayoría.
En esa hipótesis se podría imaginar que un día se acabará el capitalismo salvaje, vigilante y plutocrático, y que esas formas serán reemplazadas por modelos basados en la igualdad de oportunidades de toda la ciudadanía y respetuosos de una distribución equitativa de los bienes yacentes y a crearse, con una razonable intervención del Estado y el respeto del principio de subsidiariedad. Este principio puede ser origen de un debate a fondo a partir del axioma adoptado y propuesto por Juan Carlos Cassagne: “tanta libertad como sea posible y tanto Estado como sea necesario”[6]. Para que todos los ciudadanos, no sólo un puñado, puedan disponer de una aspiración continua al bien común —y hacerla prosperar—, tanto los afortunados por suerte, astucia o linaje como los desafortunados por desgracia, impericia o partida, la vara, entonces, sería la misma y la distinción se basaría en el esfuerzo del trabajo, el mérito y la oportunidad de sus negocios.
III. Paz exterior
La consolidación de una paz interior no es la garantía de las garantías contra la guerra. Así como la paz es una de las mayores ideaciones del ser humano, la guerra es una de las peores de sus conductas. Una Ley fundamental puede reglamentar el desarrollo de la existencia comunitaria, aunque resulta casi imposible reducir o detener una guerra o un conflicto con nombre semejante. La guerra, el conflicto del hombre contra el hombre y de los hombres contra la naturaleza, la aniquilación o la lesión de la vida humana, el desplazamiento y el aplastamiento de una comunidad, comenzó en tiempo inmemorial. Quizá, los principios y reglas constitucionales que se utilizan desde el siglo xviii sean declaraciones magníficas que empleamos para una utopía sobre la paz. Así, las Constituciones serían instrumentos para los tiempos de paz. Pero ¿acaso han existido, existen o existirán esos tiempos de paz? Ese anhelo se sustenta en la negativa contra la guerra, que debe ser ejercida en todo momento. Esa negación, ese rechazo terminal, se expresa con “un hombre que dice no”[7]; en este caso, “no a la guerra”. Negarse a la guerra, su desprecio enérgico, significa decir que donde caen bombas, se producen ataques, no hay palabras y se terminó el discurso; queda cancelada la posibilidad de guiar la existencia con fundamento en la razón.
La guerra es la maldad, la perversión, la destrucción, el derrumbe de la civilización. La paz se quiebra cuando un Estado soberano invade o ataca a otro Estado soberano o a otra comunidad. Toda persona que prepare, participe, encubra, instigue o de cualquier otro modo maquine o auspicie el pliego de la muerte, promueva la invasión o la ocupación militar de países o la matanza, con bombardeos, torturas, daños, lesiones y asesinatos a otras personas, debería ser atrapada y juzgada como criminal de guerra. Además, debería caerles el peso imprescriptible del principio universal para su persecución y su juzgamiento conforme a las bases del Derecho internacional público y del Derecho penal, sin fronteras estatales.
Quizás sea más preciso plantear que la Ley fundamental debería funcionar como un código para la paz. Ello es así porque su propósito consiste en establecer las bases de una convivencia pacífica y justa, tanto a nivel nacional como en las relaciones internacionales. Sin embargo, la realidad de la geopolítica contemporánea a menudo desmiente este ideal. Así, se observa cómo ciertos Estados, a pesar de pregonar la paz y presentarse como defensores del orden jurídico internacional, recurren a la guerra y a la invasión de otros países. Esos actos de agresión no son aleatorios; generalmente responden a una estrategia calculada para reforzar su propio poder.
Las invasiones y los ataques no son sólo una demostración de fuerza, sino un medio para maximizar la concentración de la riqueza, ya sea apoderándose de recursos naturales (bienes yacentes) o explotando nuevas oportunidades económicas y, por cierto, también operan como “controles financieros” y establecimiento de condiciones de trabajo esclavo. El discurso público de estos Estados —basado en la defensa de la libertad, la seguridad o la promoción de la democracia— sirve como un velo para ocultar estas motivaciones. Se autoproclaman poseedores de la razón absoluta, intentando justificar sus acciones y desacreditar a sus adversarios. En este contexto, la maquinaria ideológica y militar de estos países se convierte en una herramienta letal. Su “ideología”, que no es pacífica sino guerrera y asesina, utiliza la propaganda, el temor, el terror y las armas para someter a otros pueblos. Con sus ideas, que justifican la agresión y sus máquinas de guerra, que la ejecutan, perpetúan un ciclo de violencia que socava los cimientos de la paz global y traiciona el espíritu de cualquier ley que aspire a ser un código de convivencia.
En esta era inteligente, desbordante de un progreso acelerado, mientras la humanidad aumenta sus posibilidades existenciales —una “humanidad aumentada”, según la bella concepción de Alessandro Baricco[8]—, nos seguimos enfrentando a un dilema de una rigidez aterradora: la guerra y el conflicto armado, ya sea en su manifestación externa entre Estados o en su forma interna de guerras civiles. Aquí se plantea una disyuntiva definitiva: o la especie humana logra trascender y erradicar esta forma de violencia, o la guerra, con su obstinada persistencia, terminará por anular la continuidad de la vida humana en la Tierra. Éste no es un simple argumento retórico, sino una advertencia urgente que cobra especial relevancia con la proliferación de tecnologías de destrucción, acaso, universal, triste y definitivamente masivas.
Los seres humanos no somos los dueños del planeta. La continuación de la vida humana no es sólo una cuestión de supervivencia, sino que también representa la oportunidad de un mejoramiento constante de sus condiciones de existencia. En contraste, la opción del conflicto armado, bélico y terminal, aunque sea un fenómeno recurrente en la historia, nunca deja de provocar una repulsión justificada por sus resultados devastadores. Los efectos de la guerra, que incluyen la proliferación de cadáveres, actos de violencia sexual, torturas, hambrunas, desplazamientos masivos, y la profundización de la pobreza y la exclusión social, son la antítesis de cualquier proyecto civilizatorio. La resistencia a estos horrores es, por lo tanto, una necesidad ética y pragmática, ya que la autodestrucción inherente a la guerra no sólo amenaza la existencia del ser humano, sino que también niega todo el potencial de progreso que éste ha demostrado poseer y cumplimentar en los últimos 500 años. Basta pensar en algunas de sus invenciones, realizaciones y descubrimientos notables: las artes renacentistas, la imprenta, el modelo heliocéntrico, el pensamiento ilustrado, las Constituciones escritas, la máquina de vapor, las propiedades atómicas, las medicinas y los tratamientos que curan enfermedades y extienden la vida, el avión, la expansión del Universo, los ordenadores, Internet, la inteligencia artificial…
El ser humano posee la palabra generadora, principal herramienta para las relaciones, la amistad, el diálogo franco. Reiteradamente, me he declarado intransigente, insubordinado y rebelde contra cualquier forma de guerra o conflicto armado, ya sea interno o externo, que amenace la vida humana, tal como lo han hecho y lo siguen haciendo los encuentros violentos entre las personas. Sólo la palabra, en especial la escrita, puede salvar a la humanidad, porque por su intermedio se concilia, se acuerda y se negocia con el otro; como bien dijo Jorge Luis Borges, “es absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura”[9].
Estoy convencido de que la paz, la negación de la guerra, es el mejor de todos los estados de cosas en el que puede desarrollarse la existencia vital de los seres humanos. Hay que maldecir hasta la enésima al maldito humano que haya inventado, en otro tiempo, la guerra, quizá, aupado en la ideología de la fuerza de los fuertes y sus correspondientes sinrazones. En la ausencia de una moral objetiva universalmente aceptada, la responsabilidad de promover la paz recae en la inteligencia natural del humano. Por ende, “benditos” sean quienes activamente procuran la ausencia de conflictos armados o trabajan incansablemente por su finalización. Su labor no sólo mitiga el sufrimiento inmediato causado por la guerra, sino que también contribuye a la construcción de un orden mundial más estable, durable y equitativo. Esta acción, que busca la concordia en lugar de la confrontación, se erige como un pilar fundamental para la evolución de la sociedad.
La paz no es un regalo divino ni una fuerza mística que nos libera de la guerra. La guerra, por el contrario, despoja al hombre de su dignidad. Por eso, la paz es la única condición que autoriza a cumplir la promesa fundamental sobre la existencia: la de vivir una vida digna y consciente en este mundo. Aunque imperfecto, el sistema de la Constitución es el único instrumento que se ha creado para evitar la guerra. Ella es una guía racional, la lengua de la razón, pese a que su “religiosidad” —es decir, el cumplimiento estricto de sus normas— resulta alterada y quebrada por autoridades de diversos Estados que hacen la guerra, la declaran y la llevan adelante con todo ímpetu desolador en contra de sus ordenaciones explícitas.
No existe, en la actualidad, una cifra única y consensuada sobre el número exacto de guerras o conflictos armados activos en el mundo. De cualquier modo, hay coincidencias en que ha alcanzado su punto más alto desde la Segunda Guerra Mundial[10]. La intervención de las Naciones Unidas no es suficiente y, en la mayoría de las hipótesis, resulta evanescente. De conformidad con su “Carta”, la Corte Internacional de Justicia es el órgano judicial principal de las Naciones Unidas. Dicho Tribunal, sobre uno de esos conflictos armados, por ejemplo, el 26 de enero de 2024, en la causa “Sudáfrica c. Israel”, por la abrumadora mayoría de los jueces que lo integran, adoptó las siguientes “medidas provisionales”:
(1) El Estado de Israel, de conformidad con sus obligaciones en virtud de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, en relación con los palestinos de Gaza, tomará todas las medidas a su alcance para impedir la comisión de todos los actos comprendidos en el ámbito del artículo II de esta Convención, en particular: (a) matanza miembros del grupo; (b) causar lesiones corporales o mentales graves a miembros del grupo; (c) infligir deliberadamente al grupo condiciones de vida que hayan de acarrear su destrucción física total o parcial; (d) imponer medidas destinadas a impedir los nacimientos en el seno del grupo.
(2) El Estado de Israel garantizará con efecto inmediato que sus militares no cometan ninguno de los actos descritos en el punto 1.
(3) El Estado de Israel tomará todas las medidas a su alcance para prevenir y castigar la incitación directa y pública a cometer genocidio en relación con los miembros del grupo palestino en la Franja de Gaza.
(4) El Estado de Israel adoptará medidas inmediatas y eficaces para permitir la prestación de los servicios básicos y la asistencia humanitaria que se necesitan urgentemente para hacer frente a las adversas condiciones de vida a las que se enfrentan los palestinos en la Franja de Gaza.
(5) El Estado de Israel adoptará medidas eficaces para impedir la destrucción y garantizar la conservación de las pruebas relacionadas con las acusaciones de actos comprendidos en el ámbito de aplicación de los artículos II y III de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio contra miembros del grupo palestino en la Franja de Gaza.
(6) El Estado de Israel deberá presentar un informe a la Corte sobre todas las medidas adoptadas para dar efecto a la presente Orden en el plazo de un mes a partir de la fecha de la presente Orden.[11]
Nuestras únicas bases de certidumbre para combatir el flagelo de la guerra son las reglas del Derecho internacional público. Al respecto, muy bien enseña Peter Häberle: “la idea de la paz, como casi ningún otro componente, une el Derecho internacional entendido como el Derecho constitucional de la humanidad”[12].
La gran tarea por hacer es concentrar la energía de todos los seres humanos de buena voluntad, unir su decisión para prepararnos concienzudamente sobre el porvenir compartido de la humanidad. No hay más desventurado hallazgo que la guerra; no hay peor tragedia en la historia que el genocidio. Todos los procesos fértiles, racionales y significativos de la humanidad se han de basar en la paz. Todo el Derecho debe configurarse y realizarse para el favorecimiento perpetuo de la paz.
En suma, tal como anuncia el título de este escrito, el Derecho positivo ha de tener como misión la instauración y el desarrollo de la paz. Así, el Derecho de la Constitución, que emana de la Escritura fundamental de cada Estado, posee como finalidad principal el establecimiento y la cura de una paz interior. A su turno, el Derecho constitucional de la humanidad, es decir, el magnífico código de principios y reglas gestado a partir de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, es una determinación sobre la paz mundial y sus garantías.
IV. Palabras de Francisco
Comencé este texto con una cita de Francisco, una inspiración especial para reflexionar sobre la posibilidad de la paz y la misión del Derecho. También hice un elogio a la palabra, en particular la escrita, como herramienta humana para buscar y consolidar la paz. La obra escrita de Francisco es impactante. Comprende publicaciones antes y después de su designación como Papa de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Durante el pontificado de más de doce años, su producción escrita fue plural: cartas, discursos, encíclicas, exhortaciones y constituciones apostólicas, homilías, mensajes, oraciones, meditaciones diarias. Incluso una autobiografía Esperanza, coescrita con la colaboración de Carlo Musso.
No haré aquí una biografía de Jorge Mario Bergoglio, cuya escritura se extendió durante casi cincuenta años, porque sería una empresa tan imposible como incierta. Sólo me limito a algunos de sus textos producidos durante su papado, desde el 2013 hasta su partida en el 2025. Con esa orientación, comparto y comento las reflexiones del Papa Francisco sobre la “paz” que se hallan en sus escritos, una preocupación elemental en su tarea pastoral. Quiero decir con firmeza que las breves citas que traigo a colación fueron cuidadosamente escogidas entre decenas de escrituras, un hecho que insinuaría una falta de justeza, acaso, absoluta. Estoy convencido de que esta imprecisión —si fuese tal— no afectará el hecho mismo de su resalto, ahora, como paradigma de su ministerio y guía a los fieles a través de sus palabras.
Paz interior
Sobre este asunto se puede considerar un fragmento incluido en la Carta Encíclica Fratelli Tutti sobre la amistad y la fraternidad social, dada el 3 de octubre del 2020. Allí, en el parágrafo 228, Francisco escribió:
El camino hacia la paz no implica homogeneizar la sociedad, pero sí nos permite trabajar juntos. Puede unir a muchos en pos de búsquedas comunes donde todos ganan. Frente a un determinado objetivo común, se podrán aportar diferentes propuestas técnicas, distintas experiencias, y trabajar por el bien común. Es necesario tratar de identificar bien los problemas que atraviesa una sociedad para aceptar que existen diferentes maneras de mirar las dificultades y de resolverlas. El camino hacia una mejor convivencia implica siempre reconocer la posibilidad de que el otro aporte una perspectiva legítima, al menos en parte, algo que pueda ser rescatado, aun cuando se haya equivocado o haya actuado mal. Porque “nunca se debe encasillar al otro por lo que pudo decir o hacer, sino que debe ser considerado por la promesa que lleva dentro de él”, promesa que deja siempre un resquicio de esperanza.[13]
Para Francisco la conjugación de la paz interna de una comunidad reside en la construcción de un camino; acaso, un sendero carente de final, porque la paz, concretamente, es una actividad cotidiana y perenne. Según su propia prosa: “No hay punto final en la construcción de la paz social de un país, sino que es una tarea que no da tregua y que exige el compromiso de todos”[14].
Asimismo, en el parágrafo 228, se advierte con claridad que se hacen presentes los desacuerdos y las diferencias, que de hecho siempre existirán en una ciudadanía heterogénea, y el ánimo o la disposición para resolverlos. Ese “camino hacia una mejor convivencia” trae como corolario doctrinal la aceptación del otro y que nadie está solo. La perspectiva de Francisco incluye, desde luego, un optimismo inteligente, porque advierte la “promesa” dentro del individuo que autoriza la suposición del “resquicio de esperanza”. Cito sus propias palabras escritas en el parágrafo 218: “Esto implica el hábito de reconocer al otro el derecho de ser él mismo y de ser diferente”[15].
La edificación de la paz no debería ser para una minoría feliz, porque se trataría de un consenso de escritorio y, por tanto, efímero. Así, Francisco pregona que hay que generar procesos de encuentro, procesos que construyan a un pueblo que sabe recoger las diferencias. También plantea que hay una “arquitectura” de la paz, en la que han de intervenir las instituciones de la comunidad, cada una con sus atribuciones, y también una “artesanía de la paz que nos involucra a todos”. Esos procesos de paz ponen al descubierto la “primacía de la razón sobre la venganza”, con riquísima ponderación sobre la necesidad de incorporar “la experiencia de sectores que, en muchas ocasiones, han sido invisibilizados, para que sean precisamente las comunidades quienes coloreen los procesos de memoria colectiva”[16].
Quizá toda la potencialidad de las ideas que Francisco despliega aquí sobre la paz interna comunitaria hayan sido anticipadas y dilucidadas al propio comienzo de su pontificado. Así, el 29 de junio de 2013, en la Carta Encíclica Lumen Fidei expresó lo siguiente:
La Carta a los Hebreos pone un ejemplo de esto cuando nombra, junto a otros hombres de fe, a Samuel y David, a los cuales su fe les permitió “administrar justicia” […] Esta expresión se refiere aquí a su justicia para gobernar, a esa sabiduría que lleva paz al pueblo […] Las manos de la fe se alzan al cielo, pero a la vez edifican, en la caridad, una ciudad construida sobre relaciones, que tienen como fundamento el amor de Dios.[17]
Las ideas de Francisco sobre la convivencia, la artesanía para la creación de la paz interior en todo momento, se encuentran ligadas a la justicia social. Un vínculo imprescindible en su ideario. Por ejemplo, en el parágrafo 157 de la Carta Encíclica Laudatio Si’, dada el 24 de mayo de 2015, el Papa juzgó que el bien común requiere la paz social[18]. Años después, en el parágrafo 164 de Fratelli Tutti afirmó que la vida privada debe ser protegida por un orden público, razón por la cual “un hogar cálido no tiene intimidad si no es bajo la tutela de la legalidad, de un estado de tranquilidad fundado en la ley y en la fuerza y con la condición de un mínimo de bienestar asegurado por la división del trabajo, los intercambios comerciales, la justicia social y la ciudadanía política”[19].
Con fluidez y valentía, Francisco aceptaba el desafío de soñar y pensar en otra humanidad en la que la paz se encontrase relacionada con la justicia social. Así, anheló un “planeta que asegure tierra, techo y trabajo para todos”. En paralelo esgrimió que ése es “el verdadero camino de la paz”, en tanto “una paz real y duradera sólo es posible desde una ética global de solidaridad y cooperación al servicio de un futuro plasmado por la interdependencia y la corresponsabilidad entre toda la familia humana”[20].
Paz mundial
La guerra, la negación de la existencia humana, fue un problema capital en el ministerio de Francisco. Así, en Fratelli Tutti recordó que la guerra constituye una negación de los derechos fundamentales y “una dramática agresión al ambiente”. En esa línea, en el párrafo 257 tuvo ocasión de postular con clarividencia:
Si se quiere un verdadero desarrollo humano integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre las naciones y los pueblos. Para tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental. Quiero destacar que los 75 años de las Naciones Unidas y la experiencia de los primeros 20 años de este milenio muestran que la plena aplicación de las normas internacionales es realmente eficaz, y que su incumplimiento es nocivo. La Carta de las Naciones Unidas, respetada y aplicada con transparencia y sinceridad, es un punto de referencia obligatorio de justicia y un cauce de paz. Pero esto supone no disfrazar intenciones espurias ni colocar los intereses particulares de un país o grupo por encima del bien común mundial. Si la norma es considerada un instrumento al que se acude cuando resulta favorable y que se elude cuando no lo es, se desatan fuerzas incontrolables que hacen un gran daño a las sociedades, a los más débiles, a la fraternidad, al medio ambiente y a los bienes culturales, con pérdidas irrecuperables para la comunidad global.[21]
La inquietud, el desvelo, la lucha y el desasosiego de Francisco por la paz mundial fue permanente. El 1 de enero de 2025, en el Mensaje para la LVIII Jornada Mundial de la Paz compartió sus reflexiones sobre los conflictos que azotan a la humanidad. Así, aludió “a las disparidades de todo tipo, al trato deshumano que se da a las personas migrantes, a la degradación ambiental, a la confusión generada culpablemente por la desinformación, al rechazo de toda forma de diálogo, a las grandes inversiones en la industria militar”. Por lo tanto, juzgó que todos ellos eran “factores de una amenaza concreta para la existencia de la humanidad en su conjunto”, motivo por el cual insinuó la necesidad de llevar adelante actividades contrarias a las objetadas en su crítica y, de ese modo, producir “un cambio duradero”[22].
Pero hay más. En ese mismo mensaje escrito tres meses antes de su partida, Francisco volvió a repetir con singular e inocultable originalidad que la deuda externa es una herramienta de control que permite a países ricos explotar los recursos de países más pobres: los ricos “no tienen escrúpulos de explotar de manera indiscriminada los recursos humanos y naturales de los países más pobres, a fin de satisfacer las exigencias de los propios mercados”. A ello, Francisco adunó la deuda ecológica, causada por los países desarrollados, que recae sobre las mismas naciones endeudadas que se encuentran maldesarrolladas, como la Argentina, o decisivamente subdesarrolladas. En ese marco Francisco invitó “a la comunidad internacional a emprender acciones de remisión de la deuda externa, reconociendo la existencia de una deuda ecológica entre el norte y el sur del mundo. Es un llamamiento a la solidaridad, pero sobre todo a la justicia”[23].
Muchos escritores, escribientes o personas que ejercer la escritura dejan su palabra por escrito para beneficio de las generaciones actuales y de todas aquellas generaciones de seres humanos naturales que, con certeza, vivirán en el futuro. Transcurridas las horas, los días, las semanas y los meses, las imágenes de quienes ya no están se vuelven más tenues y difusas; sin embargo, el don de la palabra escrita se mantiene y, en ocasiones, se fortalece. Los humanos somos seres predestinados a morir, y sea factible o no conocer aquello que en lo absoluto se identifica con Dios, la palabra escrita configura un asiento para quienes deseen seguir la búsqueda de nuevas conjeturas y de nuevas refutaciones sobre el peregrinaje en la Tierra.
Por esos motivos son mis intenciones regresar al Mensaje de Francisco del 1 de enero. Entonces pidió, reclamó y sugirió que “el 2025 sea un año en el que crezca la paz”. Esa paz real y duradera, la meta propiciada por él, se alcanzaría…
… junto a los hermanos y hermanas reunidos, nos descubriremos ya cambiados respecto a cómo habíamos partido. En efecto, la paz no se alcanza sólo con el final de la guerra, sino con el inicio de un mundo nuevo, un mundo en el que nos descubrimos diferentes, más unidos y más hermanos de lo que habíamos imaginado.[24]
La contribución de Francisco para la paz, interior y mundial, ha sido enorme. Sus palabras, sus actos, sus consejos. Aunque muy probablemente pueda estar realizando una condensación inexacta, recurro a su propio dicho para cerrar este apartado: la paz es “ausencia de guerra” y reconocer la “igual dignidad de todos los seres humanos”[25]. Creo en sus palabras, y creo, también, que el “imperio” del Derecho positivo es la única manera conocida por la humanidad para abocarse a esa misión.
V. Comentarios finales
Uno. El hombre es el único ser, la única criatura natural que puede poseer conciencia y buenas razones sobre la impostergable experiencia de su finitud. Su vida es mortal, nadie debería ignorar esa condición materialmente insuperable. La existencia con vida del ser humano, de todos los seres humanos, la traza, el forjamiento y el sostén de sus planes vitales sólo pueden ser garantizados, hasta ahora, por la Constitución. Un instrumento político y jurídico, emanado de la razón, con aptitudes para garantizar la procura de una paz interior relativa a cada ciudadanía.
Establecido un modelo de paz interior, su estabilidad, profundidad y duración dependerá, en gran medida, de la justicia social. Por esa razón, sin dudas, un Estado democrático y de Derecho debería impulsar hasta el máximo de sus posibilidades, y con el agotamiento de todas sus atribuciones, las tareas para reducir o eliminar los obstáculos que impiden o detienen una igualdad de oportunidades de la ciudadanía, fundada en el esfuerzo, el mérito, el interés, las condiciones originales de reparto y, sobre todo, la solidaridad.
Dos. La paz exterior es un desafío constante para la humanidad. No hay peor colapso para la civilización que la guerra o las guerras sin nombres. Las Constituciones de los Estados, las formas iniciales de sus órdenes jurídicos, son sistemas complejos y objetivamente ideales para la paz comunitaria. La inmensa mayoría de los Estados distribuidos en el planeta poseen una Constitución escrita. Junto a ese Derecho constitucional hoy existe un “Derecho constitucional de la humanidad”, emanado de la costumbre y de las fuentes del Derecho internacional público, que en muchos países también se congloba con jerarquía equivalente o superior a la propia Escritura fundamental de fuente estatal que autoriza su validación. Ha quedado demostrado que los principios y reglas del Derecho no son suficientes. Naturalmente, el Derecho por sí solo no puede impedir la guerra o los conflictos armados. Esa es una tarea hermanada que deben llevar adelante todos los seres humanos de buena voluntad y con buenas razones; caso contrario, la paz como condición para una vida digna no encontrará ambiente propicio en este mundo.
Tres. Sobre la obra de Francisco, E. Raúl Zaffaroni ha dicho que su verbo se extendía por la superficie del planeta y que “su letra escrita llamó —entre otras cosas— a cumplir el más elemental de nuestros deberes: cuidar la única casa cósmica de que disponemos”[26]. Basado en los escritos del Papa Francisco, he explorado aquí algunas de sus ideas sobre la paz interior y la paz mundial. Para él, la paz interior no es uniformidad sino el resultado del trabajo artesanal, conjunto, y el reconocimiento de las diferencias entre todos los seres humanos. Subraya que la paz es una tarea constante y colectiva, intrínsecamente ligada a la justicia social.
En cuanto a la paz mundial, Francisco considera a la guerra como la mayor amenaza a los derechos humanos y al medio ambiente. Propone que la paz se logre a través del imperio del Derecho y el respeto a la Carta de las Naciones Unidas. Al respecto, ha criticado a los países que la incumplen para su propio beneficio. Además, Francisco destacó la relación entre la deuda externa y la deuda ecológica, llamando a la comunidad internacional a la condonación de la deuda externa por razones de justicia. En uno de sus mensajes finales, enfatiza que la paz no es el fin de la guerra, sino que debe ser el comienzo de un mundo nuevo, más unido y fraterno, fundado en la inherente e insustituible dignidad de cada ser humano.
Tal vez un corolario de la doctrina jurídica aquí expuesta, siempre en el ámbito de una teoría general de la Constitución, posea una reminiscencia o un lazo con un versículo de la “carta apostólica” contenida en los Nuevos Evangelios: “Un fruto de justicia se siembra pacíficamente para los que trabajan por la paz”[27]. Y también con apropiadas palabras de Francisco: “Que el nuestro sea un tiempo que se recuerde por el despertar de una nueva reverencia ante la vida; por la firme resolución de alcanzar la sostenibilidad; por el aceleramiento en la lucha por la justicia y la paz y por la alegre celebración de la vida”[28]. Finalmente, ratifico esa genuina aspiración a un mundo nuevo. De mantenerse los estados de cosas vislumbrados en la actualidad, muy posiblemente los seres humanos seguirán arraigados en la decadente injusticia social y en el trágico oprobio de la guerra, sin indulgencias, porque en él reside la autoría del daño que inhibe el bienestar general de la comunidad.
[1] Disertación para el encuentro “Francisco y la construcción de la paz”, organizado por Unidos por Francisco, Arzobispado de la Ciudad de La Plata, Universidad Nacional de La Plata, 14 de agosto de 2025. El autor agradece la invitación al obispo emérito Oscar Ojea y al arzobispo Gustavo Oscar Carrara. También, los valiosos comentarios de María Gracia Quiroga, Diego Valadés, Andrés Pérez Velasco y Pablo Ali.
[2] Abogado. Catedrático de Derecho constitucional, Facultad de Derecho (FD), Universidad de Buenos Aires (UBA). Doctor en Derecho (UBA). Postdoctor en Derecho FD de la UBA (ORCID 0000-0001-5089-8136)
[3] Spinoza, Baruch, ética demostrada según el orden geométrico, Madrid, Gredos, 2011, p. 79.
[4] Ferrajoli, Luigi, Principia iuris: Teoría del derecho y de la democracia, t. I, Madrid, Trotta, 2011, p. 445.
[5] Hume, David, Ensayos morales, políticos y literarios, Madrid, Trotta, 2011, p. 81.
[6] Cassagne, Juan Carlos, Una visión principialista sobre la dogmática constitucional y administrativa, Sevilla, Global Law Press, 2024, p. 53.
[7] V. Camus, Albert, L’Homme révolté, Paris, Œuvres, Gallimard, 2013, p. 854.
[8] Baricco, Alessandro, The Game, Barcelona, Anagrama, 2018, p. 326.
[9] Borges, Jorge Luis, “El inmortal”, Cuentos completos, Buenos Aires, Sudamericana, 2026, p. 195.
[10] En la entrevista realizada por Jorge Fontevecchia, el Papa Francisco afirmó que hace años que “Estamos viviendo la Tercera Guerra Mundial a pedacitos […] No se dejó de pelear desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. No se dejó de pelear hasta ahora. Estamos en un siglo de guerras, desde 1914 hasta hoy estamos en una guerra mundial”. Perfil, “El Papa con Fontevecchia: Geopolítica”, 17/3/2023, disponible en https://www.perfil.com/noticias/actualidad/el-papa-con-fontevecchia-geopolitica.phtml.
[11] International Court of Justice, “Application of the Convention on the Prevention and Punishment of the Crime of Genocide in the Gaza Trip (South Africa v. Israel)”, versión del autor, original en inglés disponible aquí.
[12] Häberle, Peter, Sobre el principio de la paz. La cultura de la paz. El tópico de la teoría constitucional universal, Buenos Aires, Ediar, 2021, p. 12.
[13] Carta Encíclica Fratelli Tutti sobre la fraternidad y la amistad social, 3 de octubre de 2020, disponible aquí, parágrafo 228.
[14] Ídem, parágrafo 232.
[15] Ídem, parágrafo 218.
[16] Ídem, parágrafo 231.
[17] Carta Encíclica Lumen Fidei a los obispos, a los presbíteros y a los diáconos, a las personas consagradas y a todos los fieles laicos sobre la fe, 29 de junio de 2013, disponible aquí, parágrafo 51.
[18] Carta Enciclíca Laudatio Si’ sobre el cuidado de la casa común, 24 de mayo de 2015, disponible en este enlace.
[19] Fratelli Tutti, cit., parágrafo 218.
[20] Ídem, parágrafo 127.
[21] Ídem, parágrafo 257.
[22] lviii Jornada Mundial de la Paz, 1 de enero de 2025, disponible aquí, párrafo 4.
[23] Ídem, párrafo 7.
[24] Ídem, párrafos 13 y 14.
[25] Fratelli Tutti, cit., parágrafo 233.
[26] Zaffaroni, E. Raúl, “Francisco, el liderazgo de la resistencia cultural”, Instituto Fray Bartolomé de las Casas, Investigaciones jurídicas, 26 de abril de 2025, disponible en este enlace.
[27] Carta de Santiago, 3.18.
[28] Laudatio Si’, cit., parágrafo 207.