• sábado 19 de julio del 2025
logo
add image

El tiempo como bien común: claves para la construcción de una legitimidad democrática

Por Pablo Gutierrez Colantuno (*) y Leticia Lorenzo (**)
Invitados especiales en Palabras del Derecho

Algunas palabras previas.

Nos propuso nuestro buen amigo Mario Velázquez reflexionar en el habitual ciclo  de conferencias de la Asociación de la Magistratura y la Función Judicial de Tucumán.

Hace tiempo dicho espacio transmite por el canal de la AMT ciclos de conferencias anuales. Caracterizado por la participación plural y abierta, promueve la circulación de ideas y prácticas alrededor de los poderes judiciales.

Con la excusa de tal invitación, pusimos en blanco y negro algunas sensaciones e ideas que intercambiamos a menudo. Venimos ambos de disciplinas distintas, pero tenemos en común, al menos, una doble preocupación: la justicia  como valor y el poder judicial como estructura orgánica que gestiona  (o debiera gestionar) una parte de ese valor. Así nació el interés de reflexionar alrededor del tiempo.

El tiempo en una doble dimensión: legitimante democrático y garantía técnica expresada en el plazo razonable.

Ambas dimensiones, afirmamos, debieran dialogar. Pues el tiempo, lejos de ser tan sólo un “asunto administrativo“ o de gestión , es ante todo un  deber ético y político institucional. 

Luego ya , Palabras del Derecho generosamente nos abrió una vez más su espacio y así lograr que las ideas circulen.

 

1.El tiempo

El transcurso del tiempo en el poder judicial puede ser analizado, al menos, en dos variables. Una remite a una dimensión institucional: la legitimidad del poder judicial. Otra, más técnica, remite principalmente a la idea de plazo razonable.

 

 2. El rol estatal de garantía

El tiempo no es sólo una variable procesal, ni tan siquiera una garantía técnica: es una forma de constitución del poder en clave democrática. En un Estado de Derecho, el tiempo es el modo en que se organiza la respuesta pública, la manera en que el Estado dice: “estoy”, “intervengo”, “garantizo”. Por eso, el uso del tiempo no es neutral. Es político, estructural, fundante.

El Poder Judicial, en tanto órgano de garantía, no puede legitimarse únicamente por el contenido de sus decisiones, sino también por la oportunidad en que estas se producen. Un derecho reconocido demasiado tarde es, en los hechos, un derecho negado. Pero hay algo más profundo aún: cuando el tiempo estatal se vuelve arbitrario, caótico o manipulable, lo que se resiente no es solo el acceso a la justicia; lo que se degrada es la confianza pública en la justicia como institución.

En contextos donde el poder judicial es instrumentalizado —ya sea por la pasividad burocrática o por la presión mediático-política—, la ciudadanía aprende a desconfiar no sólo de lo que se resuelve, sino de cuándo y por qué se resuelve. Esa es la fractura más peligrosa: cuando el tiempo judicial deja de ser expresión del deber institucional y pasa a ser expresión de conveniencias externas o internas. Un sistema judicial que actúa a destiempo —con la lentitud de lo indiferente o con la selectividad de lo interesado— no es un sistema neutral: es un sistema deslegitimado.

Desde esta perspectiva, la garantía judicial no es sólo contenido normativo ni técnica de protección: es también presencia activa en el tiempo justo. Es una responsabilidad política de primer orden. Porque lo que está en juego no es sólo la administración de casos, sino la forma en que una sociedad gestiona la conflictividad y encarna sus promesas de justicia.

Desde esta perspectiva, el tiempo no puede quedar reducido a una cuestión de eficiencia organizativa ni a un estándar técnico más: es parte del pacto democrático. La institucionalidad judicial se mide también por su capacidad de estar a la altura del tiempo que exige cada derecho, cada urgencia, cada comunidad.

Pero esta dimensión política no agota el problema. Tiene una traducción concreta, normada, exigible, que se manifiesta en una de las garantías más significativas de nuestro sistema jurídico: el plazo razonable. A esa dimensión, ya no constituyente sino técnica, nos dirigimos a continuación.

 

3. La técnica del plazo razonable

El plazo razonable es una garantía procesal que hunde sus raíces en la necesidad de proteger a las personas frente a la dilación injustificada de los procesos judiciales. Su consagración en los sistemas internacionales de derechos humanos responde a una preocupación estructural: el tiempo judicial no puede ser infinito ni indiferente. La justicia tardía no sólo resulta ineficaz, sino también injusta. Por eso, el plazo razonable no es un estándar decorativo: es una garantía fundamental instrumental de los derechos humanos en sus múltiples dimensiones (civil, política, social, económica , ambiental y de desarrollo ). 

La Convención Americana sobre Derechos Humanos (art. 8.1) establece que toda persona tiene derecho a ser oída, con las debidas garantías y dentro de un plazo razonable, por un juez o tribunal competente, independiente e imparcial. Esta previsión ha sido interpretada y ampliada por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que ha insistido en que el respeto del plazo razonable es esencial para garantizar la tutela judicial efectiva, evitar situaciones de incertidumbre jurídica, y proteger tanto los derechos de las víctimas como los de las personas imputadas. Y lo ha ampliado hacia zonas no judiciales a las que califica de  materialmente jurisdiccionales tales como las de las Administraciones públicas en determinados supuestos. Nace así la tutela administrativa efectiva como nueva garantía por la cual le es exigible a aquellas la adopción de decisiones en un determinado tiempo.

Retomando el espacio estrictamente judicial del  plazo razonable diremos que este no puede confundirse con la prescripción de la acción. Mientras la prescripción es una regla de caducidad que extingue la posibilidad de perseguir un hecho después de un determinado tiempo objetivo, el plazo razonable opera dentro del proceso mismo: evalúa la duración del procedimiento una vez iniciado, y exige que el Estado actúe con la debida diligencia para evitar dilaciones indebidas. La prescripción tiene efectos procesales externos; el plazo razonable, en cambio, es una garantía interna del proceso en marcha.

Pese a esta clara diferenciación, no son pocos los sistemas judiciales que han minimizado el valor normativo del plazo razonable. La idea del “no plazo” —la noción de que el proceso puede prolongarse indefinidamente mientras no haya un vencimiento legal del término de prescripción— ha contribuido a validar prácticas institucionales ineficientes, desordenadas o directamente negligentes. En lugar de exigir tiempos procesales proporcionales y razonables, muchas prácticas procesales siguen ancladas en una lógica de plazos indefinidos o excesivamente elásticos, donde el principio de celeridad queda reducido a una fórmula retórica.

La incorporación explícita del plazo razonable en las leyes procesales no solo es una exigencia convencional; es también una herramienta de gestión institucional. Asumir la garantía del tiempo implica rediseñar calendarios procesales, establecer métricas claras de duración razonable según tipo de proceso y complejidad del caso, y organizar los recursos judiciales con criterios de racionalidad temporal.

En otras palabras: judicializar el tiempo es también una forma de democratizarlo.

Este desafío no es menor. Requiere repensar las formas de trabajo, revisar la cultura organizacional y superar inercias arraigadas. Pero también abre una puerta: la de un sistema judicial que se legitima no solo por lo que decide, sino por cómo y cuándo lo hace. Un poder judicial que no posterga, no demora, no abandona —sino que responde en tiempo y forma— es un poder que honra su función de garante democrático.

En este punto resulta ineludible una referencia crítica al fallo Price (CSJN, 12/08/2021), en el que la Corte Suprema de Justicia de la Nación declaró la inconstitucionalidad del artículo 282 del Código Procesal Penal de Chubut, que disponía el sobreseimiento del imputado si, vencido el plazo de seis meses de la investigación penal preparatoria, no se formulaba acusación. La Corte consideró que la norma provincial interfería con competencias federales exclusivas al legislar sobre la extinción de la acción penal.

Más allá de la discutible estructuración del fallo —que presenta serias ambigüedades en cuanto a su alcance, unidad de criterio y valor como precedente vinculante—, lo preocupante es que su razonamiento desconoce una línea sostenida por numerosos procesalistas provinciales y experiencias legislativas locales que han incorporado formas de gestión procesal que incluyen el control temporal de la acción, la regulación de su disponibilidad mediante criterios de oportunidad y la consagración de mecanismos de solución alternativa de conflictos. Lejos de ser una anomalía, estas herramientas responden a una comprensión dinámica del rol estatal, centrada en la garantía de derechos y en la eficiencia democrática del proceso.

La decisión en Price, en cambio, reactualiza una visión rígida y centralista sobre la acción penal, que no solo frena avances normativos locales, sino que desalienta cualquier intento de articular institucionalmente la garantía del plazo razonable con criterios de duración objetivable. Al replegar la discusión sobre los límites de la acción penal en un esquema exclusivamente nacional, la Corte incurre en una forma de anacronismo jurídico que ignora el contexto federal y la evolución procesal que muchas provincias han impulsado en las últimas décadas.

Por eso, si se quiere tomar en serio la garantía del tiempo, no basta con reivindicar el “plazo razonable” como principio abstracto. Es necesario permitir que las leyes procesales —también en el plano subnacional— traduzcan ese principio en mecanismos concretos de control, limitación y rendición de cuentas. De lo contrario, seguiremos atrapados en un formalismo que declara lo que no permite practicar. Ello se proyecta, más allá de los espacios judiciales, siendo exigible al Estado en sus múltiples funciones. La calidad institucional se mide, de entre otros parámetros, por el adecuado momento en que las decisiones son adoptadas. La decisión tardía es una decisión antidemocrática desde el punto de vista que intentamos postular. Por ende, resulta ilegítima por ser injusta.

 

4. La equidad intergeneracional requiere de tutelas oportunas

Hablar del tiempo en el sistema judicial no puede limitarse a la duración de los procesos individuales. Hay otra dimensión del tiempo que interpela de forma aún más profunda la legitimidad del Estado: la responsabilidad con las generaciones futuras. Esta perspectiva, que ha sido desarrollada principalmente por el pensamiento ambiental y los movimientos por la justicia climática, nos obliga a repensar el rol de los poderes públicos —incluido el Poder Judicial— en la protección de derechos cuya titularidad se proyecta hacia el futuro. Aún más allá de tales tutelas ambientales pero, por cierto, sin descuidar esta.

La idea de equidad intergeneracional implica, en términos simples, que las decisiones que se toman hoy deben preservar las condiciones de existencia y de dignidad para quienes vendrán después. Esta noción, incorporada en múltiples instrumentos internacionales (como la Declaración de Río de 1992, la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible y el reciente Pacto de Futuro de Nacionales Unidas, entre otros) y en textos constitucionales como el argentino, exige no solo políticas activas sostenibles, sino también instituciones capaces de intervenir de manera oportuna y eficaz cuando los derechos colectivos están en juego. En este sentido, el tiempo de la justicia no puede seguir siendo un tiempo indiferente. Menos aún un tiempo meramente individual. Su dimensión colectiva con vocación de equidad intergeneracional ha de ordenar mecanismos y abordajes acordes que se desplieguen en tiempo adecuado con efectos temporales distintos a los presentes.

Aquello que está en juego no es una medida precautoria más, sino la posibilidad misma de ejercer la función jurisdiccional como gestión pública del futuro compartido.

Los poderes judiciales, en general, parecen no  haber  comprendido ni asumido con plenitud esta dimensión del tiempo. Si bien existen  procesos que han sido “modélicos” en este sentido, ello luce insuficiente. La falta de estructuras adecuadas, la lentitud crónica en causas ambientales, la fragmentación competencial y la resistencia a formas innovadoras de justicia (como la justicia restaurativa ambiental o los mecanismos de participación colectiva) operan como verdaderos factores de desprotección. A esto se suma una cultura institucional que sigue entendiendo la “urgencia” procesal en clave tradicional —penas privativas de libertad, detenciones, medidas cautelares— sin integrar los tiempos propios de las crisis ambientales, que muchas veces son más lentas, menos visibles, pero profundamente devastadoras.

El resultado es una paradoja: los conflictos que comprometen el porvenir colectivo son tramitados con la lentitud de lo irrelevante. Así, el Estado —y en particular el Poder Judicial— pierde su condición de garante democrático del interés común, y se transforma en espectador o cómplice de un deterioro que será pagado por quienes aún no tienen voz.

Revertir esta situación exige repensar el uso del tiempo judicial no solo como una variable de eficiencia, sino como un deber ético hacia las generaciones futuras. La tutela oportuna, en este contexto, no es una exigencia técnica: es una obligación constitucional y democrática. El desafío es enorme, pero también lo es el daño de no asumirlo.

 

5. Los bienes comunes: un caso de desconfianza ya no social sino estatal (RIGI)

La huida legalizada por la Ley Bases hacia medios de resolución de conflictos por fuera de los poderes judiciales en el RIGI es un claro ejemplo del vaciamiento de la función estatal de decir el derecho.

Las “grandes inversiones” que promoverán grandes desarrollos económicos y productivos según grandilocuentes objetivos expresados en dicha ley vinculados a más y mejores fuentes de trabajo son puestas al amparo de mecanismos de resolución no judiciales.

Muchas de estas  “inversiones”  aprovechan los recursos naturales ubicados en nuestros territorios. Debemos recordar que son bienes colectivos, de nuestras comunidades.  Mas aun, hoy existe una tendencia creciente a considerarlos a algunos de ellos bienes fundamentales de la humanidad y fuera de las propias reglas del mercado. Es decir existe una protección diferencial de los recursos naturales tanto en el ámbito interno del país (bienes colectivos) como trasnacionalmente (bienes comunes fundamentales de la humanidad)

La instancia dirimente del uso razonable o no de esos recursos en el RIGI es dejado en manos de los propios sectores privados por fuera del poder judicial. Lo más parecido a aquella metáfora de dejar al zorro al cuidado de las gallinas…

Pero aquí lo preocupante es que el desplazamiento de la jurisdicción estatal hacia la privada es establecido por el propio Estado justificándolo en la propia desconfianza del Estado en resolver por sus propios mecanismos de manera oportuna, eficaz y eficiente la conflictividad entre riqueza, inversiones, recursos naturales y desarrollo con los mecanismos estatales. Con el agravante que se cancelan las propias facultades de las provincias adherentes a tal régimen quienes ya no podrán proteger desde su jurisdicción provincial o federal aquello que les pertenece: el dominio originario de las provincias sobre sus recursos naturales.

Este desplazamiento del control jurisdiccional no es presentado como una excepción ni como una situación extraordinaria, sino como un modelo. Y el argumento para justificarlo —la supuesta ineficiencia de los poderes judiciales— revela más de lo que oculta: no estamos frente a una crítica honesta al funcionamiento del sistema judicial, sino frente a una estrategia deliberada de desactivación institucional.

No hay, en rigor, una desconfianza fundada en evidencia. Lo que hay es un cálculo político que se aprovecha del diagnóstico público sobre la lentitud judicial para despojar al Estado de su rol de garante y protector, especialmente en materia de bienes comunes como los recursos naturales. Las inversiones que se pretende atraer bajo el RIGI se asientan, en muchos casos, sobre territorios ricos en litio, gas, minerales estratégicos, agua, biodiversidad. Son recursos que pertenecen —por mandato constitucional— a las provincias y a sus comunidades.

 

6. La apariencia de un “como  si…”

Desconocer al tiempo desde una perspectiva legítimamente democrática puede, en algunos casos, responder a una forma de comodidad institucional: la de gestionar el sistema judicial como si el problema del tiempo ya estuviera resuelto en la técnica del “plazo razonable para el caso concreto”. Bajo esta mirada, cada caso se examina en su singularidad, cada demora se mide por separado, y la acumulación de casos no configura más que una estadística. Se evita, así, elevar la mirada hacia una comprensión estructural del tiempo como componente esencial del poder público y de legitimidad democrática.

Se consolida entonces es una ficción de funcionamiento, una apariencia de normalidad institucional que se sostiene en rutinas procesales pero cada vez más distanciada de los fines que las justifican. El sistema actúa “como si” garantizara derechos, “como si” gestionara recursos con racionalidad, “como si” respondiera a las urgencias sociales con oportunidad. Pero esa mímica institucional no resiste el contraste con la experiencia concreta de quienes buscan justicia y encuentran sólo dilaciones, fragmentaciones y respuestas fuera de tiempo.

Esta simulación es particularmente peligrosa porque no se manifiesta como inacción, sino como actividad sin dirección pública clara. Las instituciones siguen operando, los plazos se computan, las audiencias se celebran, las resoluciones se dictan… pero todo ocurre en un tiempo judicial que ya no es el de las personas, ni el de las comunidades, ni el de los derechos. Es un tiempo en apariencia interno y cerrado sobre sí mismo.  Ciertamente ajeno al pulso social y en ocasiones  también tributario de intereses meta jurídicos.

Esta lógica del “como si” produce una forma de anomia encubierta: las instituciones cumplen sus funciones formales mientras desconocen sus compromisos democráticos reales. Se simula imparcialidad, pero no se reparan asimetrías; se simula celeridad, pero no se actúa a tiempo; se simula neutralidad, pero no se garantiza acceso igualitario. En esa duplicidad —forma sin contenido, procedimiento sin justicia— el tiempo se convierte en un instrumento de disuasión más que de reparación.

La dificultad no radica solamente en diagnosticar esta simulación, sino en romperla. Porque sostener una institucionalidad que reconoce el tiempo como valor democrático exige revisar prácticas arraigadas, resistencias culturales y formas de poder que se benefician del desgaste lento del reclamo o imponen sus propias urgencias. Pero es también allí, en esa fractura entre lo que parece y lo que es, donde se juega buena parte de la legitimidad del sistema judicial: en atreverse a decir que no alcanza con parecer justo, si no se llega a tiempo. Llegar tarde es cancelar la justicia como valor.

Esta lógica del “como si” encuentra un correlato elocuente en lo que Javier Auyero (2014:408) ha denominado la dominación de la espera: una estrategia que se ejerce no por medio de la represión abierta, sino mediante la imposición sistemática de demoras, silencios y postergaciones.[1] Si en su trabajo sobre políticas sociales Auyero mostró cómo las esperas prolongadas enseñan a los sectores populares a ser pacientes y a resignarse, en el ámbito judicial esas mismas lógicas se traducen en audiencias que no llegan, recursos que se eternizan, respuestas que se diluyen. No se niega directamente el derecho, pero se lo hace inalcanzable en el tiempo, y en esa dilación se produce una pedagogía institucional del desaliento: se aprende que reclamar no sirve, que hay que esperar, que el tiempo judicial está hecho para otros.

Esa pedagogía opera con mayor intensidad sobre quienes menos poder tienen: las víctimas que no son escuchadas, los acusados que padecen el proceso sin resolución, los territorios expoliados que no encuentran tutela efectiva. En este sentido, la “tiranía de la espera” no es solo una consecuencia disfuncional del sistema: es también un mecanismo de reproducción de la desigualdad institucionalizada. Frente a esto, reconocer el tiempo como una dimensión sustantiva de la justicia no es un gesto administrativo: es un acto profundamente político.

 

7. ¿Hacia dónde vamos? Cierre sin conclusiones

No hay cierre posible cuando lo que está en discusión es el tiempo. Porque el tiempo judicial no se detiene: sigue acumulando expedientes, legajos, vencimientos, demoras, silencios. Sigue marcando la experiencia cotidiana de quienes atraviesan el sistema. Y sigue siendo, para muchas instituciones, una variable de la que es más cómodo no hablar.

Este ensayo no pretende agotar el tema ni ofrecer una solución técnica. Al contrario: busca desacomodar certezas, inquietar las rutinas y provocar preguntas. Preguntas que no son sólo retóricas, sino profundamente políticas, porque interpelan la forma en que el poder judicial se piensa a sí mismo, se organiza y actúa en el entramado democrático.

* ¿Qué imagen del tiempo proyecta nuestro sistema judicial?

* ¿Qué personas, qué territorios, qué derechos quedan atrapados en la espera?

* ¿Qué decisiones estamos naturalizando bajo la apariencia de que “así funciona”?

* ¿Cómo se justifica hoy la demora, y quién se beneficia de ella?

* ¿Podemos seguir hablando de justicia cuando el tiempo institucional se divorcia del tiempo vital?

* ¿Y si la legitimidad ya no se jugara solo en el contenido de lo que se resuelve, sino en cuándo se resuelve?

Tal vez haya llegado el momento de dejar de pensar el tiempo como un problema administrativo, y empezar a pensarlo como una responsabilidad ética y política. Tal vez aquello que  está en juego no sea solo la eficiencia del sistema, sino su capacidad de cumplir con su promesa democrática más básica: estar allí cuando se le necesita. El destiempo deslegitima.

 


(*) Doctor en Derecho. Conferencista. Autor de libros. Profesor universitario en derecho administrativo. drpablogutierrez@gmail.com

(**) Abogada. Docente titular de la cátedra de litigación penal de la UNLPam. Jueza penal del colegio del interior neuquino. letuchia@gmail.com

[1] Auyero, J. (2014). El Estado, la espera y la dominación política en los sectores populares: entrevista al sociólogo. Revista Salud Colectiva Vol. 10, Nro. 3. Pp. 407-415

 

footer
Top