Por Francisco J. Bastida (*)
Invitado especial en Palabras del Derecho
“Ya no creo que la libertad y la democracia sean compatibles”. Esta idea es la conclusión, pero también el punto de partida del pensamiento de Peter Thiel, que es el cofundador de Paypal, una aplicación concebida como sistema de pago virtual, o sea, como moneda no estatal. Esta afirmación no es una novedad. Existe ya desde que el liberalismo se introdujo a finales del siglo XVIII y se ha mantenido en el movimiento liberal clásico, que no siempre evolucionó hacia una democracia liberal, porque, en su raíz, el liberalismo es contrario a la democracia. No es que sean incompatibles, a la vista están las democracias liberales, pero el liberalismo es renuente a promover la democracia, o sea, es contrario a la participación de la ciudadanía en los asuntos públicos y a las políticas de igualdad.
La novedad que expresa el pensamiento de Peter Thiel es que la libertad se desvincula del Estado liberal de derecho y se vincula a la libertad digital. De un lado, se condena la democracia por causar la asfixia de la libertad con sus regulaciones del mercado y su reconocimiento de derechos sociales; de otro, se crea una forma de pago virtual al margen del Estado, que es una vía para evadirse de controles estatales y ejercer sin trabas legales las transacciones comerciales. Internet no ha hecho más que abrir múltiples vías de escape a los controles institucionales. A su ausencia la llaman “libertad”, que fluye aparentemente sin orden ni concierto. Esta es la base del pensamiento del capitalismo libertario en sus diferentes versiones (anarcocapitalismo, minarquismo, paleolibertarismo, etc.) y a nadie debe sorprender que su teorización actual esté ligada y promovida por los multimillonarios dueños de empresas tecnológicas; singularmente, Elon Musk, Peter Thiel, Mark E. Zuckerberg, entre otros, y que son el sustento ideológico y económico del Presidente Donald Trump, ilustrados por un ramillete de filósofos neorreaccionarios que propugnan la ilustración oscura. Entre ellos destaca Curtis Yarvin, uno de los asesores más influyentes del Vicepresidente de Trump, J. D. Vance, que aboga por eliminar la democracia, y sustituirla por el poder ilimitado de las oligarquías digitales, el tecnofeudalismo.
Como se acaba de decir, el liberalismo antidemocrático no es nuevo. En realidad, está en el origen decimonónico del liberalismo, que se deshace de las ataduras absolutistas y propugna la plena libertad económica y los derechos individuales como derechos naturales inalienables. El Estado juega un papel secundario, pero esencial; es la garantía de la seguridad. Como decía Carlyle, el liberalismo es anarquía más policía; una policía cuyo cometido sería velar por el orden público y no interferir en las libertades individuales. Esto supone concebir estas libertades como libertades negativas, o sea, garantizadas por la obligada abstención del Estado en la vida de las personas: derecho a la vida y a la integridad física, derecho a la propiedad privada, libertades económicas de empresa y comercio, libertad ideológica, religiosa, de movimiento y de residencia y libertades de prensa e imprenta, entre otras. En definitiva, el lema que triunfa es laissez faire, laissez passer, dejar hacer, dejar pasar. El Estado ha de ser neutral y mero espectador de las relaciones económicas y de la vida de los individuos. Es el triunfo de “la libertad de los modernos”, (la dedicación de las personas a sus asuntos particulares) como la denominó Benjamín Constant, en comparación con la “libertad de los antiguos” (la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos).
Ahora bien, y esto es de una importancia capital, para que el Estado liberal cumpliese con su cometido de no ser intervencionista debía constituirse como “estado de derecho”, desterrar “el gobierno de los hombres” e implantar “el gobierno de las leyes”, tal como pensaba ya Aristóteles dos mil años antes. Esto requería una arquitectura institucional en la que la soberanía recayese en la nación, en un ente colectivo moral, no en una persona física (un rey, un césar, un dictador o un tirano); tampoco en una asamblea de ciudadanos. La nación la constituyen los vivos, los ya fallecidos y los que están por nacer. La voluntad nacional no la podía expresar cualquiera, sino alguien en su nombre, un parlamento representativo. Durante gran parte del siglo XIX se consideró que esa representación debían conformarla los propietarios, por ser los más aptos, ya que tenían cultura, educación y el mayor interés en conservar la propiedad individual y el libre comercio. De ahí la justificación del sufragio censitario. El voto y la participación en los asuntos públicos no se concebían como un derecho, sino como una función pública que la nación organizada en Estado (Estado-nación) encomendaba a los más aptos, a aquellos que figurasen en el censo económico de propietarios, que son los llamados “ciudadanos activos”; los demás son “ciudadanos pasivos”.
La arquitectura institucional del Estado liberal de derecho se completaba con otros pilares esenciales dirigidos a preservar la libertad individual y embridar al Estado. La ley tenía que ser la expresión de la voluntad nacional, lo cual requería no sólo que había de ser aprobada por el parlamento, como auténtico representante de la nación, sino que debía ser general y abstracta. La igualdad no se entendía como un valor que justificase la corrección de desigualdades sociales. Si el punto de partida era que todos son iguales en derechos, no cabía hacer distinciones. El principio de igualdad no era para procurar la igualdad social, sino para afirmar que las limitaciones que pudiera imponer la ley deberían ser iguales para todos y lo mismo en la aplicación de la ley. Igualdad ante la ley sí, pero no igualdad en la ley, cuyo contenido podía ser discriminatorio por razón de nacimiento, de sexo o de edad, por ejemplo.
Otro de los pilares fundamentales del Estado liberal de derecho era la separación de poderes. Uno de los problemas filosóficos y estructurales a los que se enfrentaba el liberalismo era cómo limitar el poder soberano. Si el Estado es soberano, no depende de ningún otro poder ajeno al suyo propio, y si su soberanía es por definición ilimitada, ¿cómo conseguir que no ejerza ese poder de manera despótica contra las personas? Este problema no lo resolvió Hobbes al crear el Leviatán como un ser superior, al que se le entrega todo el poder para pacificar la vida en sociedad e impedir que, en su ausencia, el hombre se convierta en un lobo para el hombre y acabe imponiéndose la ley del más fuerte. Hobbes, pese a ser el padre del individualismo posesivo, pasó a la historia como un totalitario. Sin embargo, el liberalismo, sobre la base del pensamiento de Bodino y después de Montesquieu, resolvió este dilema recurriendo a la diferenciación entre titularidad y ejercicio de la soberanía. La soberanía es un poder ilimitado e indivisible, pero al atribuir su titularidad a un ente moral y abstracto como es la nación, se garantiza que no pueda ejercerlo por sí misma y se tenga que valer para ello de instituciones concretas, físicas y reales. La titularidad de la soberanía es indivisible, pero su ejercicio no. El ejercicio del poder soberano es divisible y asignable a distintos poderes concretos, lo cual permite asegurar dos cosas importantes: una, ningún poder puede actuar como soberano, sino en nombre de la única soberana, la nación; dos, al estar dividido el ejercicio del poder, sus poderes están limitados y unos poderes controlan a otros. De ahí nace la separación de poderes y su distribución entre el poder legislativo (Parlamento), el poder ejecutivo (Gobierno) y el poder judicial (jueces y magistrados independientes, sometidos exclusivamente al imperio de la ley).
El Estado liberal de derecho se completa con las garantías que establece cuando los poderes públicos, en aras de organizar una mínima convivencia y el comercio, puedan intervenir en los derechos y en la libertad de las personas. Estas garantías se materializan en un conjunto de derechos de resistencia. Derecho a no ser detenido, sino es por causa justa y derecho de habeas corpus; derechos a la inviolabilidad del domicilio, al secreto de las comunicaciones y a no ser secuestradas publicaciones, salvo resolución judicial que autorice en estos casos la intervención del poder público. También, derecho de acceso de las personas a la tutela judicial en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos y derecho a no ser condenado por acciones u omisiones que no hayan sido previamente establecidas por la ley.
Si en la Europa liberal de inicios del siglo XIX la limitación del poder estatal se articuló sobre el principio de separación de poderes y la garantía de derechos, en Estados Unidos se fundamentó en la idea de que la Constitución es la norma jurídica suprema; ningún poder está por encima de ella y todos le deben sumisión y respeto. Aunque en Europa esta idea no triunfó hasta cien años después, políticamente el concepto de Constitución ya aparecía ligado a los dos elementos clásicos del estado liberal de derecho. Así lo expresa el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: “Una sociedad en la que no esté establecida la garantía de los derechos, ni determinada la separación de los poderes, carece de Constitución”.
Existe un liberalismo democrático que entronca a lo largo de la historia con una democracia liberal. Liberalismo y democracia, partiendo de postulados contrarios, acaban llegando a un punto de encuentro en el que, según quien gobierne, pone más el acento en unos o en otros, pero mantienen una base común que es la idea del estado de derecho. La democracia corrige al liberalismo en el terreno político incorporando “la libertad de los antiguos”, el derecho de participación en los asuntos públicos, y esto se traduce en el derecho de sufragio universal (primero masculino y, muchos años más tarde, también el femenino), el derecho de acceso a cargos públicos y los derechos de asociación política, reunión y manifestación. A finales del siglo XIX y sobre todo durante el siglo XX estos elementos de la democracia política fueron asimilados por el liberalismo y forman parte del acervo del liberalismo democrático. Más problemático fue el encaje de la democracia social. Pero no hay que olvidar que el estado social de derecho se introduce en la Alemania de Bismarck (último tercio del XIX) por gobiernos conservadores para contrarrestar el avance de movimientos socialistas. El convencimiento de que la economía de mercado crea enormes desigualdades y de que es necesaria la intervención estatal para corregir sus peligrosos efectos políticos y sociales (anarquismo, socialismo, comunismo) allanó el camino para el triunfo de principios democráticos como la igualdad y no discriminación, el acceso a una educación y sanidad públicas, derechos laborales y sindicales, etc. la economía se convierte en una economía social de mercado, que necesita una intervención pública para una redistribución de la riqueza a través de políticas fiscales y sociales.
Los neoconservadores, M. Thatcher, R. Reagan, G. Bush rechazaban el estado social de derecho, estaban a favor de la desregulación y el libre comercio, pero respetaban la base del estado de derecho: división de poderes, Parlamento representativo, control del Ejecutivo o de poderes presidenciales, independencia de jueces y tribunales y garantías de los derechos y libertades individuales.
Afirmar que la libertad y la democracia son incompatibles, como hacen los ideólogos de Donald Trump y de sus homólogos europeos y sudamericanos, no significa una vuelta al neoconservadurismo de mediados del siglo XX; ni siquiera a un liberalismo antidemocrático del siglo XIX. Es cierto que todos ellos coincidirían en la necesidad de impedir o de eliminar los logros de lo que despectivamente denominan hoy ideología woke. Lo novedoso ahora es que ese desprecio y condena se realiza prescindiendo del estado de derecho, en cuanto comporta garantías que se consideran trabas para la acción presidencial. Se amenaza a la oposición, se suprimen controles administrativos, se descalifica a los jueces que impugnan las decisiones presidenciales, se amedrenta a los medios de comunicación críticos, se coacciona a las universidades y se detiene a los discrepantes. La democracia queda reducida a un mero procedimiento electoral para elegir a un autócrata, que legitima sus acciones por su vinculación directa con el pueblo que le ha elegido y, si aspira a ser elegido y no lo logra, acusa a la democracia de propiciar un fraude electoral e incluso promueve un asalto a las instituciones. Es el triunfo del gobierno de los hombres sobre el gobierno de las leyes.
En Europa hay ejemplos previos a Trump y a Milei, como son los casos de los hermanos Kaczynski dirigiendo Polonia a principios del siglo XX y en la actualidad el de Víktor Orbán, Presidente de Hungría. No abominan oficialmente del término democracia, porque sigue teniendo un efecto legitimador, pero lo circunscriben a un mero procedimiento electoral y lo aderezan con el calificativo de “iliberal”, para dejar claro que no es esencial el respeto a los principios liberales del estado de derecho. La Constitución deja de ser norma jurídica suprema, mediatizada por la voluntad del Presidente. En Estados Unidos, se va más allá, no se oculta el desprecio a la democracia, se deslegitiman los procedimientos legales y Trump ya promueve su tercer mandato presidencial para 2028, aunque esté prohibido por la Constitución.
Cuando estos neorreaccionarios, motosierra en mano, gritan ¡Viva la libertad, carajo! ¿De qué carajo de libertad hablan? Cuando desprecian la democracia, ¿qué libertad están mandando al carajo? El pensamiento liberal aboga por la libre competencia y el libre comercio, pero lo que propugna Trump y sus adláteres americanos y europeos es el cierre de fronteras, acabar con la libre circulación de personas y de mercancías en relación con el exterior, la imposición de aranceles y la exacerbación de un nacionalismo cavernario que tacha de antipatriota al discrepante y deslegitima a cualquier poder o institución que se oponga o discrepe del caudillaje del Presidente. La escena de una jueza saliendo esposada de su juzgado por hacer frente a las órdenes ilegales de detención de inmigrantes es una imagen icónica de ese nacionalismo iliberal, que humilla a jueces y senadores discrepantes y se vanagloria de esta quiebra institucional. Clamar ¡Libertad! en este contexto expresa el deseo de minimizar el Estado, de volver a la idea de laissez faire, laissez passer, dejar hacer, dejar pasar, con impuestos mínimos (sobre todo a los más ricos) pero también con servicios mínimos. Se considera que procurar servicios no es misión del Estado, sino voluntad individual de quien quiera o pueda pagarlos, y que reconocer derechos sociales, prestacionales, va en contra de la libertad individual.
Hace ya más de cien años, Lenin hacía la pregunta “¿Libertad, para qué?” en el sentido de para qué uno quiere libertad si carece de medios para ejercerla. La pregunta debería enlazarse con otra: ¿Libertad ¿para quién? Y la respuesta es para los que tienen una economía que les permita ejercer la libertad de viajar, de estudiar en instituciones de prestigio, de cuidar la salud en centros sanitarios costosos, de vivir sin preocuparse quedar en el paro, etc. Esto que para el Estado social y democrático, o sea, para lo que llaman despectivamente Estado Woke, es una tarea pública esencial, porque sólo así se puede tener en el horizonte la igualdad de los ciudadanos, para los neorreaccionarios es una tarea particular de cada cuál y los derechos sociales son un límite a esa libertad, porque para la garantía de tales derechos el Estado detrae vía impuestos dinero que, de otro modo, estaría a disposición de su dueño para ejercer su libertad de gastarlo en lo que quiera. En otras palabras y para decirlo en terminología moderna, se aboga por un Estado de servicios públicos mínimos, a favor de una sociedad en la que los individuos deben comprar en la economía privada los servicios premium. No hay mala conciencia en este planteamiento libertario ultra, porque reproduce el pensamiento que a mediados del siglo XIX expresó un diputado conservador español, Calderón Collantes, para justificar el sufragio censitario y rechazar el sufragio universal: “La pobreza, señores, es signo de estupidez”.
La confrontación entre libertad y derechos no se constriñe solo a los derechos sociales; también a los derechos y libertades públicas individuales. En apariencia, gritar ¡Libertad! da a entender que hay una negación de derechos; sin embargo, en una democracia casi nunca es así. El reconocimiento de derechos implica que ninguno es ilimitado y que están constitucionalmente delimitados y limitados en aras de armonizar su ejercicio por todos. Es, de manera simplificada, lo que apuntaba Rousseau al sentenciar que “la libertad de uno termina donde comienza la libertad del otro”. En cuestión de libertades y derechos más no siempre es más y frecuentemente más es menos; por ejemplo, más libertad de expresión es menos derecho al honor, más libertad de información menos derecho a la intimidad (y al revés).
En una serie distópica de televisión, Día Cero, una empresaria millonaria al estilo Trump, dispuesta en nombre de la libertad a derrocar a la Presidenta de los Estados Unidos, se enfrenta al exPresidente que intenta impedirlo. Cuando éste le dice que no se puede en nombre de la libertad violar los derechos, ella argumenta que derechos y libertad son lo mismo y él le responde que existe una diferencia importante: “la libertad permite a gente como usted hacer lo que le da la gana. Los derechos nos protegen a los demás de gente como usted”. En la primera carta del Federalist, Hamilton escribió: “La mayoría de aquéllos que han subvertido la libertad de las Repúblicas, iniciaron su carrera tributando al pueblo un obsequio cortesano: empezaron como demagogos y acabaron como tiranos”. En su escalada de amenazas e incluso negación de libertades públicas el Presidente Trump afirma que debe suprimirse la garantía constitucional de habeas corpus (la considera un privilegio, no un derecho) y que se puede detener a personas por manifestarse pacíficamente contra su política interior y exterior. Cuando se prescinde de la Constitución pisoteando impunemente los derechos ciudadanos más esenciales, la única libertad que queda es la del autócrata y la que decida él conceder a sus seguidores. No es, como afirma Peter Thiel, que la libertad sea incompatible con la democracia, la que es incompatible es esa caprichosa y selectiva libertad y no la establecida por la Constitución.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? La respuesta es compleja, pero es posible detectar una serie de fenómenos económicos, sociales y políticos que han producido una creciente desafección a la democracia y, de rebote, una admiración por liderazgos fuertes que basan su carisma en la confirmación exagerada, abrupta y descarnada de lo que parte importante de la población percibe como podrido. Sin duda, la globalización ha quebrado la homogeneidad social propia del Estado nacional. El trabajo se ha hecho volátil y perecedero, sobre todo para personas de baja cualificación. Los oficios basados en la rutina, que son de escaso valor añadido, perecen ante la mano de obra más barata de países más pobres. Los oficios de atención personal son sustituidos por máquinas (cajeros automáticos, porteros electrónicos, máquinas expendedoras, etc.) y por mano de obra inmigrante, dispuesta a realizar por poco salario trabajos pesados desechados por los oriundos del país (construcción de edificios, recolecta de basura, agricultura, etc.). Esta situación no la sufren los que desarrollan trabajos de habilidad y talento, que aportan un sustancial valor añadido. La clave está en la calidad y especialización del trabajo, porque la gente está dispuesta a pagar más por su prestación (ingenierías cualificadas, sanidad robotizada, programación informática compleja, pero también buenos electricistas, fontaneros, mecánicos, etc.). Por ejemplo, la invasión de coches fabricados en China pone en crisis la producción de automóviles en Europa (Fiat, Volkswagen, Renault), pero no la venta de BMWs o de Mercedes, porque tienen un valor añadido que, al menos por ahora, no lo poseen los de origen chino. Hay gente en todo el mundo que está dispuesta a pagar más por obtener este valor añadido. Esto, trasladado a internet, significa una gran volatilidad e independencia de los productos creados y vendido a su través. Por ejemplo, una persona en Argentina abre un canal en una red social que tiene un gran éxito, sea dando consejos económicos, culinarios, de viajes o de cuidados de salud. La gente se suscribe a ese canal y no a otro similar, por el valor añadido que considera que este le aporta en comparación con otros, y está dispuesta bien a soportar la publicidad que en él se emite, bien a pagar por evitar esa publicidad. El creador de este canal no depende para su subsistencia de cómo vaya la economía de su país; se convierte en un ciudadano del mundo, que puede producir sus contenidos desde Argentina o desde cualquier parte del globo, sus ganancias puede recibirlas en dólares, en euros e incluso en criptomoneda y pagará impuestos allí donde más le convenga situar su temporal residencia. Eso sí, a diferencia de un bien material, como un coche, un canal en una red social es algo volátil, que hoy tiene un gran éxito y mañana se ve superado y abandonado por sus miles o millones de visitantes.
Esta nueva economía y estas nuevas relaciones sociolaborales provocan una ruptura de la homogeneidad social, porque el sentimiento nacional, de pertenencia a un mismo colectivo nacional, unido por una misma bandera, queda en una percepción que no se corresponde con la realidad, que sólo las selecciones deportivas nacionales ayudan a encubrir. La idea de nación como barco en el que viajan todos los ciudadanos compartiendo un destino común se diluye. La clásica expresión norteamericana de que cuando la General Motors estornuda el país se constipa, ya no responde a la realidad. Cuando se constipa Alemania, las compañías de BMW y Mercedes apenas estornudan, porque su mercado es mundial. A ello se añade, como se acaba de decir, que internet ha propiciado las relaciones comerciales sin fronteras, de manera que muchas personas y empresas no necesitan que la economía nacional vaya bien para poder vender sus productos, si son atractivos, en cualquier parte del mundo.
A este sustancial cambio socioeconómico se une la transformación de las relaciones personales y sociales por el desarrollo de las redes sociales a través de internet, que ha cambiado el modo en el que las personas se asocian e informan, creando burbujas de pensamiento y de percepción de la realidad que son fuente de confirmación de lo que uno piensa. El contraste con otras opiniones tiene como objetivo su rechazo sin paliativos y no un debate racional sobre su fundamento. Todo ello es caldo de cultivo para la polarización y la apropiación del sentimiento nacional de los que rechazan la situación existente, tanto la referida a la política institucional, alejada de los nuevos retos que se plantean, como a la causada por la globalización y la libre circulación de mercancías y personas. Muchas personas dependientes de una economía tradicional padecen un empobrecimiento en sus rentas e incluso acaban perdiendo su empleo, mientras que muchos jóvenes no encuentran trabajo.
La apuesta por un salvador de la patria para que revierta la situación y acabe con el sistema democrático, al que se culpa del empobrecimiento de las clases medias y bajas, es un deseo que se abre paso fácilmente, sobre todo cuando el gobierno se distancia de los problemas reales de la población y se enreda en batallas partidistas por mantenerse en el poder. Entregarse a un salvapatrias que promete hacer grande de nuevo a la nación parece una salida exitosa. Derribar lo existente es sencillo; basta con no ajustarse a reglas y aplicar la motosierra sin control político o judicial. El problema surge cuando la desregulación y la privatización, que se presenta como reconquista de la libertad, genera más desigualdad, más inseguridad jurídica y social y no sólo comienza a echarse de menos el estado social de derecho, la sanidad pública, la enseñanza pública, o sea, los sacrificados derechos sociales, sino también los elementales derechos y libertades individuales del estado liberal de derecho: libertad de expresión e información, derecho de habeas corpus, libertad de manifestación, derecho a la inviolabilidad de domicilio, derecho de residencia, etc.
Al margen de sus muy diferentes concreciones, el sistema democrático ha entrado en crisis, porque, lejos de adaptarse a los cambios sociales del siglo XXI, apenas ha modificado su andamiaje constitucional, que es del siglo XIX con retoques del siglo XX. A ello se añade una razón no menor, que es la práctica disfuncional de sus instituciones por los actores políticos. La democracia liberal es una democracia representativa; la representación es una institución clave porque organiza la participación en los asuntos públicos de los ciudadanos agrupando voluntades y simplificando peticiones y propuestas a través de tres instrumentos, el sufragio, las elecciones y los partidos políticos.
La titularidad del sufragio ha sido un caballo de batalla a lo largo de la historia. La conquista del sufragio universal, siendo importante en relación con el sufragio censitario, no ha dejado de ser un eufemismo, primero, porque se trataba de un sufragio solo masculino, que ignoraba a la mitad de la población, las mujeres y, en segundo lugar, porque sigue marginando a los residentes extranjeros, a los inmigrantes, que, aunque sometidos al ordenamiento jurídico, están privados de participar en la elección de la gobernación del país. Por lo que respecta a los métodos para convertir la votación en elección, los sistemas electorales, conservan en muchos casos una falta de proporcionalidad y una distribución de distritos electorales, que distorsionan el resultado de la voluntad popular, pudiendo el partido con menos votos alzarse con más diputados en la asamblea legislativa e incluso con la presidencia del gobierno o de la república. Cabe recordar que Donald Trump consiguió su primera Presidencia de los Estados Unidos con dos millones menos de votos que los que obtuvo Hillary Clinton. Pero no es el único elemento que incide en los procesos electorales; la desigual financiación de las campañas electorales, la intervención de los medios de comunicación y de las redes sociales con informaciones sesgadas y creación de bulos está cada vez más presente, así como la interferencia de otros países o desde otros países para influir en los votantes y en su percepción de la realidad. El caso de Rusia en las primeras elecciones presidenciales ganadas por Donald Trump o el de Elon Musk apoyando en las últimas elecciones en Alemania a la candidata de extrema derecha desde “X” son ejemplos de ello. El tercer elemento clave en una democracia son los partidos políticos. Nacieron para canalizar la voluntad de los ciudadanos y organizar la representación política, pero lo que se consideraba como una democracia de partidos ha derivado en gran medida en un Estado de partidos, e incluso de los partidos. La lucha electoral para alcanzar el poder en las instituciones ha pasado de ser un medio necesario para aplicar determinadas políticas a ser un fin en sí mismo, la ocupación del poder y el desalojo del contrario. Las campañas electorales no son un debate de ideas, sino de insultos, ataques personales, y denuncias recíprocas de corrupción. Todo ello ha provocado el sentimiento de que los políticos forman una casta y que, aunque salgan elegidos en procesos electorales, “no nos representan”. En política el vacío no existe y ese hueco de la abstención y del descrédito del sistema lo ocupan los antisistema, tanto los de izquierda como los de derecha, y cuanto más extremos y radicales son, más apoyo reciben de los que confían en que desparezca la casta política. La democracia es como un pantano que hay que mantener lleno; cuando comienza a secarse, afloran las viejas construcciones hasta ese momento sumergidas y hay quien se aprovecha para habitarlas prometiendo que se puede vivir sin agua.
La filosofía del anarcocapitalismo, del tecnofeudalismo, va en esta dirección de acabar con la democracia; no solo con una concreta forma viciada de hacer política, sino también con sus fundamentos. Afirma Peter Thiel que no está en peligro el sufragio de las mujeres, lo que pone de manifiesto que el debate sobre su posible cancelación existe, porque se vincula el sufragio femenino con el feminismo y éste con la ideología woke. La idea es que en la sociedad actual el conocimiento de los problemas está al alcance de muy pocos y que no vale lo mismo la opinión expresada en votos de los ciudadanos, que en su inmensa mayoría son unos ignorantes, que el criterio de quien sí tiene los datos para adoptar las decisiones correctas, los CEOs de las grandes empresas. El concepto de democracia se reduce a unas elecciones para para elegir a un CEO, que queda ungido del poder del pueblo y cualquier rescoldo de control institucional de ese poder, por ejemplo, en forma de oposición política o de intervención judicial, se considera un ataque a la voluntad popular expresada en las urnas. La representación no se residencia en el parlamento; la monopoliza el Presidente. El partido que apoya al candidato a Presidente CEO se diluye en un movimiento político articulado en redes sociales y basado en una transversalidad social que abomina tanto de su calificación como partido, como de las clásicas siglas ideológicas (conservador, socialista, demócrata, republicano). Lo que les une es la condena de la situación actual y las grandes y vagas promesas de su líder. El partido Republicano es marginado por el movimiento impulsado por Trump, MAGA (Make America Great Again) y los grupos antisistema siguen igual modelo de aparente no alineamiento ideológico (Unión Por La Patria, Libertad Avanza, Vox, Podemos, Se Acabó La Fiesta, etc.). Si son de izquierdas no buscan un CEO, pero sí algo similar, un líder al que le atribuyen un conocimiento superior para desmantelar el sistema de gobierno monopolizado por los partidos clásicos.
Peter Thiel y los filósofos del trumpismo prescinden de la idea de democracia; otros que van en esa misma dirección la mantienen, aunque sea formalmente, e incluso reivindican su concepción primigenia de autogobierno para desacreditar la democracia liberal. El desprecio a las instituciones es tal que triunfa el eslogan de que “solo el pueblo salva al pueblo”, como si las carreteras, las escuelas, los hospitales, los bomberos o la policía surgiesen por el trabajo espontáneo de los vecinos y no de un pueblo constituido en Estado. Es cierto que el ideal de la democracia es que los gobernados sean a la vez gobernantes. Se considera que uno solo es libre si obedece como gobernado a normas en cuya elaboración ha participado y está conforme con su resultado. Esto conduce a pensar que la única democracia auténtica es la democracia directa. Se niega, así, que pueda tildarse de democracia la democracia representativa. Los partidos son cuerpos intermedios que interfieren en ese ideal y, por tanto, se les condena como actores prescindibles. Sin embargo, ese ideal haría inviable la vida en sociedad, porque acabaría con el pluralismo social e impondría sociedades unánimes. Dicho en otros términos, la democracia ya no sería de mayorías y minorías circunstanciales. Para mantener la identidad plena entre gobernantes y gobernados, además de una constante democracia directa, sería necesaria una permanente unanimidad, de manera que aquellos que no se sintiesen identificados con el resultado de las votaciones deberían abandonar voluntariamente la comunidad o ser conducidos al destierro. El populismo encuentra en esta simpleza su mayor éxito, porque tanto si es de derecha como de izquierdas, prescinde de la idea de pluralismo, del respeto al individuo como tal y a la diversidad de pensamiento. Plantea la confrontación entre una élite adueñada de las instituciones, la casta, y un pueblo sometido, que debe rebelarse para conquistar su liberación.
Las situaciones de crisis, económica o social, son el caldo de cultivo para que aflore el populismo jaleado por un líder y que se propaga como nunca a través de las redes sociales, que son el vehículo perfecto para difundir mensajes simples y diseminar bulos en forma de noticias que las instituciones, según esos líderes, ocultan de manera deliberada. En esa rebelión no caben medias tintas, o se está con el pueblo o contra el pueblo, y la motosierra ve maleza en todo lo que dificulte o se oponga a la conquista del poder, que puede hacerse de manera violenta, asaltando las instituciones, o mediante unas elecciones en las que triunfe el carismático redentor. Ya en el poder, una cosa es predicar y otra dar trigo, así que lo fácil es seguir alimentando la idea de unidad nacional, la identidad, expulsando a los inmigrantes y silenciando a los discrepantes dentro y fuera del Estado.
Sin derecho no hay democracia, porque exige una regulación de los procesos de toma de decisiones y de la organización que tutele ese proceso y el subsiguiente de ejecutar los acuerdos alcanzados. El sistema constitucional ha quedado obsoleto porque el sistema económico y social ha evolucionado a mucha mayor velocidad y aquel no se ha sabido adaptar. La soberanía estatal palidece ante un mundo globalizado en el que las empresas hurtan constantemente los controles que el derecho pueda establecer. La relación de los ciudadanos con el Estado ha cambiado, porque el enemigo ya no es el Estado al que hay que limitar, sino las empresas, sobre todo multinacionales, que dominan el mercado e imponen sus condiciones abusivas a los consumidores ante la pasividad o lentitud de respuesta del Estado. Las instituciones (Parlamento, Gobierno, Poder Judicial) así como los medios tradicionales de comunicación deben reinventarse constitucionalmente para impedir que el gobierno de los hombres sustituya al gobierno de las leyes.
En esta época de exaltación del populismo, es más importante que nunca hacer un pronunciamiento claro sobre los derechos individuales, que pueden verse pisoteados por decisiones amparadas en la voluntad expresada por un Presidente o por un Parlamento, aunque hayan surgido de las urnas. En contra de lo que se piensa, el principio básico de la democracia no es el principio de mayoría, sino el de minoría y la primera minoría es el individuo. Por supuesto, cuando haya que decidir asuntos rige la regla de la mayoría, pero siempre respetando a la minoría y a sus derechos. Las libertades públicas y los derechos individuales se reconocen frente a todos, incluso frente a la mayoría; de lo contrario, el linchamiento sería una decisión de lo más democrática, porque la decide una inmensa mayoría frente al individuo linchado, que pasaría a ser considerado un antidemócrata por no respetar la voluntad del pueblo que lo masacra. Por desgracia, la polarización y el populismo son caldo de cultivo para que el linchamiento se considere una actividad patriótica.
(*) Catedrático de Derecho constitucional. Universidad de Oviedo. España.