Por Raúl Gustavo Ferreyra [1].[2]
Invitado en Palabras del Derecho
“Los buenos y los malos resultados de nuestros dichos y obras se van diluyendo, se supone que de forma bastante equilibrada y uniforme, por todos los días del futuro, incluyendo aquellos, infinitos, en los que ya no estaremos aquí para comprobarlo, para congratularnos o para pedir perdón…”
José Saramago, Ensayo sobre la ceguera
I. Un gobierno
Los seres humanos no crean ni el ambiente natural que constituye su espacio de vida ni el tiempo de su existencia. Desde la aparición y el desarrollo de su razón crítica, hace más de 2500 años, han generado descubrimientos e invenciones, entre las que se cuentan las leyes sociales. Una de éstas, la Constitución, persigue un cierto gobierno del tiempo y del espacio porque sin gobernanza no hay ordenación, aunque la vida humana se encuentre azarosamente librada a la indeterminación.
II. La lengua de la razón
La Constitución es una tentativa para generar cierta ordenación y determinación social. Así, puede concebirse como una Escritura fundamental[3] que intenta contemplar la inclusión de todos los seres que integran una comunidad. Ahora bien, la Ley fundamental es un instrumento totalmente convencional, resultado de la creación humana. Un artificio que, con su legajo de regulaciones, se asemejaría a una máquina del tiempo y de los espacios, porque autorizaría, por intermedio de los cuerpos que constituyen su “Derecho de la constitución” (según la concepción de Germán J. Bidart Campos expresada en 1995[4]), un valioso diálogo entre ciudadanos que no se han conocido ni se conocerán nunca en persona.
La Constitución es una lengua de la razón por la que se instituye la forma inicial del orden estatal. Consiste en un sistema de reglas sobre todas las reglas del Derecho para la concreción de procesos públicos en un determinado tiempo, espacio y comunidad de ciudadanos y ciudadanas.
Este sistema artificial, con sus cuatro piezas, constituye uno de los elementos primordiales del Estado, así como funda y confiere jerarquía y validez a la totalidad del orden jurídico de la sociedad abierta que organiza. Su emanación deberá provenir del poder político de la ciudadanía que integra el pueblo, representada por una autoridad, sea que se trate de la fundación o del cambio. Así, la Ley fundamental ha de ser una regla instrumental, que conste en escrituras, dirigida a la ciudadanía y a los servidores públicos.
La Constitución, un instrumento finito, autorizará una aplicación casi “infinita” o ilimitada a partir de la instrumentación y el desarrollo de su lengua. Su realización, por acatamiento o interpretación, permitirá una utilización casi “infinita” o ilimitada del instrumento o “medio finito”. No ha existido una inteligencia natural que pueda concebir estados de cosas infinitos, porque su propia finitud estatuye con rigor insuperable los límites de aquello que ha de ser calculable y previsible. Las reglas constitucionales son las reglas básicas que, pensadas siempre en el momento originario, han de determinar y condicionar todo aquello que nazca directamente en razón de su regulación jurídica. Las reglas inferiores a la Ley fundamental, creadas para su desarrollo, nunca deberían existir bajo una forma o un contenido que no sea el criterio de configuración y predeterminación objetivado con justeza en los parámetros de la Ley básica. Ella autoriza la creación de leyes, actos y sentencias. Todas estas producciones son inferiores y determinadas, aunque parezcan infinitas e ilimitadas: su validez se encuentra enclaustrada por las determinaciones establecidas en los enunciados del Derecho constituyente de la Ley básica.
Tal vez, en el futuro, se inventen máquinas completamente artificiales que posean arquitecturas de pensamiento semejantes o superiores a las naturales del ser humano. Quizás esas máquinas puedan emular o superar los pensamientos racionales y proponer criterios de actuación en la comunidad. La inteligencia artificial (IA), aunque no existe consenso sobre su definición unívoca, ya se encuentra en nuestro mundo. Sin embargo, cuando postulo al sistema de la Constitución como una máquina artificial para el tiempo y los espacios, sin descartar las bondades y maldades de la IA, no pienso en ella. Pienso en un artificio cuyo cuerpo de Derecho escrito debe ser producido y realizado, en su integridad, por la inteligencia de los seres humanos sin apelar como vía principal a la fuente de la IA, que no se sabe cómo se ha de gobernar, pero sí se intuye que se encontrará bajo el mando de corporaciones sin territorio. La máquina de pensar y de gobernar ha sido, es y debe seguir siendo el ser humano, la única autoridad natural.
III. El sentido de las reglas
En pleno siglo xxi casi todos los Estados del mundo poseen una Constitución. La lengua de cada sistema de la Constitución nunca será perfecta, pese a que el jurista pueda tentarse con la concisión y parquedad de la Argentina de 1853, la generosa ciudadanía de la brasileña de 1988, la dignidad en la alemana de 1949, la igualdad en la italiana de 1947 o la “abolición del imperialismo, colonialismo, y todas las otras formas de agresión, dominación y explotación en las relaciones entre pueblos” en la portuguesa de 1976.
Las reglas contenidas en esa lengua constituyente se encuentran dirigidas a toda la ciudadanía. Acaso, por excepción, se entenderá que hay reglas dirigidas a los servidores públicos, cuya función será siempre temporaria en una república de ciudadanos igualados en libertad.
Las Constituciones pertenecen al mundo de las reglas. Así, deben ser mentadas y gestadas para su realización con alta dosis de eficacia. Sus escrituras poseen idealidades que intentan regular todo aquello que razonablemente debería ser objeto de regulación y postular aquello que podría ser objeto de un futuro desarrollo por otra regulación. No obstante, en reiteradas oportunidades gran variedad de esas prescripciones son inalcanzables porque pintan de cuerpo entero aquello que no se puede o no se debería regular; por ejemplo, la concesión desmedida de atribuciones a los presidentes para legislar, la fijación de políticas públicas de fuente regresiva en materia tributaria, la ausencia de estipulación de normas sobre el Estado en el mercado, o la configuración de reglas sobre el control jurisdiccional de constitucionalidad sobre asuntos completamente políticos que debería discernir la ciudadanía.
IV. Tiempos perturbados
El Estado de Derecho, es decir el ente cuya extensión se encuentra completamente diseñado por una Constitución y en el que debería existir tanta comunidad estatal como la configurada por esa Ley fundamental, es un larguísimo proceso, con miles de variantes e inacabado. Quizá haya comenzado con las ideas de Thomas Hobbes, en 1651, sobre un “gran Leviatán”[5], continuadas significativamente por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y la Constitución de los Estados Unidos de 1787. Naturalmente, no ha existido un estado de cosas único, porque se han redactado miles de instrumentos. Sin embargo, la idea de programar una ordenación fundamental en un texto escrito, supremo y en el que se reconociese la igualdad de la libertad de las personas y que han de ser acatadas tiene poco más de 200 años. Repito: pienso en reglas encuadrables en contextos de humana realización.
No existe en el mundo una Constitución cuya realización sea global, esto es, que su lengua sea cumplida en su totalidad. Tal idea de Constitución, anunciada sumariamente en los puntos I a IV, en la actualidad se encuentra “jaqueada” por diferentes hechos: una excesiva judicialización de la política, la desigualdad, la inteligencia artificial, el derrumbe de la democracia, los conflictos armados y las amenazas nucleares, el cambio climático y la destrucción del mundo natural. Son “tiempos de perturbación” para la Escritura fundamental. El lector podrá apreciar que no hago referencia a ninguna de las razones ingenuas o decididas con firmeza por las que una persona o un grupo de ellas no cumple o quiebra la satisfacción de una regla o varias de un orden constituyente de un Estado; así, circunscribo el discurso a las pautas precitadas.
En un trabajo publicado en 1803, Immanuel Kant[6] insinuó que las dos invenciones que de los hombres se pueden considerar más difíciles son la de gobernar y la de educar. Precisamente, sin Constitución escrita no hay gobierno, y sin educación cívica será imposible que los ciudadanos conozcan las reglas, cuyo cumplimiento ha de sostener la vigencia y la futuridad de una comunidad organizada.
No me atrevo a decir que ese mundo con un punto de apoyo, frágil y simplemente determinado de modo especulativo en 1651, hoy ha dejado de existir. Sí ha cambiado y seguirá así con aceleración y vértigo. Todo va en aumento. Por eso, a continuación, comparto unas brevísimas menciones sobre cada una de esas situaciones, afecciones y desarrollos que nos hacen pensar en la necesidad imperiosa de conservar la Constitución para autorizar su actualización y permanencia.
V. La biblia jurídica y la judicialización
La Ley fundamental debe ser el libro del mundo político y jurídico del Estado. Ella ha de tutelar y armonizar todo el orden jurídico estatal. La Regla de las reglas del orden político y jurídico del Estado tiene una propiedad altísima: también debe programar, postular y detallar su autodefensa. La Constitución es un instrumento en el “tiempo”; así, deberá afrontar significativos desafíos y encrucijadas. No importará demasiado si sólo tiene más de 12.000 palabras como la argentina, más de 35.000 como la portuguesa o, acaso, el techo de casi 150.000 como la de la India; porque, en todos los casos, se conciben como palabras por intermedio de las cuales se prescriben y determinan reglas para la acción.
No existen dos textos constitucionales que sean iguales. Sin embargo, los sistemas de gobierno presidencialistas y parlamentarios son los más adoptados, con la aclaración de que el parlamentarismo portugués no es igual al italiano, ni éste al alemán. Tampoco el autoritarismo del presidencialismo estadounidense es igual a los rasgos esenciales del absolutismo del monopresidencialismo sudamericano. Formulada esa aclaración, se puede apreciar, con diferentes intensidades, una judicialización de la política. Así, un observador externo puede comprobar que, en el ámbito de la producción eminente del Derecho (leyes y reglamentos), las tareas no culminan en los poderes congresuales o ejecutivos, según el caso.
Repárese, por ejemplo, en que en el ámbito del parlamentarismo español hace unos días su Tribunal Constitucional se pronunció sobre la ley de amnistía[7]. Otro ejemplo: en el presidencialismo de los Estados Unidos, una mayoría de su Supreme Court dispuso que el presidente goza de inmunidad absoluta frente al posible enjuiciamiento penal por la realización de actos preclusivos, conclusivos, oficiales y no compartidos con el Congreso[8]. En la Argentina, hace menos de un mes, su Corte Suprema de Justicia ratificó una condena arbitraria a seis años de prisión e inhabilitación especial perpetua para ocupar cargos públicos contra una ex presidenta del país, quien gobernó entre 2007 y 2011, y fue reelecta en 2011 hasta el 2015. En esta condena por “fraude contra la administración pública”, el más alto Tribunal no aceptó la apelación que se fundó en la denegación de prueba decisiva y la aplicación irrazonada del Derecho en vigor, que llevó a la concreta violación de principios de jerarquía constitucional y convencional, entre ellos: tipicidad, inocencia, imparcialidad, cosa juzgada, culpabilidad y estricta legalidad[9].
Sin dudas, todos son episodios diferentes, aunque poseen la misma trama: juzgar a la política por magistrados que no son electos en las urnas ciudadanas en ninguno de los países aludidos. La concepción de la Constitución como Regla del Derecho no habilita a la judicialización completa, porque hay asuntos que son enteramente políticos. La elección de los jueces por un cuerpo electoral, como se ha dispuesto en México con la reforma constitucional de 2024 y su implementación en 2025, comporta el agravamiento del problema. La solución no es cómo se eligen, sino qué tareas le son conferidas y con arreglo a qué paradigmas jurídicos deben dictar sentencias, y no realizar políticas públicas, porque ésa no es su función de gobierno. Ésta se encuentra estrictamente reservada al conocimiento y a la decisión del caso que se ventila en su despacho.
VI. El sitio a la democracia
El método democrático, fundado en la existencia de una mayoría y de una minoría con irrestricto respeto de la condición humana, marca el camino hacia una “tierra prometida”. Una promesa laica que induciría a los seres humanos a su contorno espacial. Un gobierno de la ciudadanía abierto, plural y tolerante, solamente ha de ser posible con la asunción del método democrático, dado que, con sus ventajas y desventajas, siempre tendrá un axioma: la custodia de las vidas de los seres humanos.
La democracia, con su promesa de intangibilidad de la vida, también ofrece única muestra: un ciudadano, un voto, una decisión soberana. Cualquier afrenta o violencia será una agresión a la democracia y, en el mejor de los casos, quedará como una pieza de fino cristal que, al caer piso, resulte dañada para siempre, aunque un artista intente repararla.
En la lengua de la Constitución, la estructuración que suministrará el principio democrático hará que éste quede instituido como intangible, clave y determinante del sistema. La democracia jamás habrá de autorizar su propia abolición o un suicidio. En consecuencia, un supuesto proceso que aboliese la democracia no sería una variación autorizada, porque se habría quebrado la cadena de validez. La democracia sólo ha de permitir igual o más democracia, motivo por el cual ella no puede sugerir su propia muerte. Sería un absurdo que quienes atentan contra la democracia se arrogasen una supuesta democratización del proceso que termine por tumbarla, golpearla y aniquilarla. Por eso, la democracia, una vez consagrada en el sistema de la Constitución, habrá de computarse como un contenido pétreo, solamente superable por su tristísima y trágica defunción.
El día de mañana, cuando los seres humanos inventen un método superior a la democracia, deberán demostrar cómo ese nuevo método ha de prohibir rotundamente la eliminación del adversario, para postular la sustitución de la lucha cuerpo a cuerpo por el debate cívico. En fin, ese nuevo método, en ese nuevo amanecer, debería suprimir el tiro de gracia del vencedor sobre el vencido, y reemplazarlo por el voto y la voluntad de la mayoría que permite al vencido de ayer convertirse en el vencedor de mañana, todo, sin derramamiento de sangre, como propone la democracia, tal como sostuvo Norberto Bobbio en 1979[10].
Quienes en la actualidad piden y desatan la destrucción del Estado, autoridades que han llegado al poder por vías constitucionales, también reclaman la sepultura de la Constitución. Sin sus escrituras, no hay democracia. Sin ella, no hay elecciones. Sin comicios auténticos, no hay integración de los poderes públicos. Sin integración, no hay orden fundamental y libre, ni procesos públicos. Así, todo será la respiración artificial de una autocracia en ciernes. Porque no hay más democracia que la autorizada por una Constitución, y ésta emana de una ciudadanía igualada, con auténtica transparencia, en los derechos de libertad de expresión, participación y reunión, sin exclusiones ni proscripciones del panel electoral ni del electorado.
El vaciamiento del método democrático con el insulto al adversario, la falta de controles, la coacción presupuestaria a las universidades, las amenazas a la oposición, la represión de los opositores, la desnaturalización de los haberes de los trabajadores y de los jubilados genera un campo propicio para que la “democracia quede reducida a un mero procedimiento electoral para elegir a un autócrata”, tal como señala Francisco Bastida en su ensayo “¿Libertad y democracia son incompatibles?”[11].
Las democracias pueden morir, y ya no se trata de un experimento de laboratorio. La atribución o el abuso de inmensos poderes de un monopresidente hacen que la división de funciones sea una ilusión y la caída o derrota de la democracia constitucional. Ello ocurrió, por ejemplo, en Brasil entre 2019 y 2023, y hoy ocurre en la Argentina desde diciembre de 2023, o sucedió en Estados Unidos entre 2017 y 2021 y se ha renovado en 2025 hasta 2029, con un presidente que actúa como rey absoluto, tan despótico como autoritario. Recuérdese que, como enseñó Peter Häberle en el 2003, la separación de poderes y el ejercicio regular de las funciones gubernativas en un Estado es una consecuencia, una directa y recta derivación, del principio de la dignidad humana.
VII. La beligerancia
La misión del sistema de la Constitución será la instrumentación de la paz relativa y duradera en la comunidad estatal. La paz es el fin mínimo del orden jurídico determinado por una Ley fundamental. En el contexto descrito, la paz es el estado de cosas en el que, por convicción y determinación, en un Estado constituido por una Ley fundamental no se hace uso de una violencia sin regulación centralizada y monopolizada. Se trata de una fuerza legitimada en la determinación regulatoria de la Ley fundamental, cuya utilización será por medio de autoridades que ejercerán su servicio con arreglo a cánones comiciales o designaciones instituidas, también, en la Regla Altísima.
La paz mundial pende de un hilo delgado. Las grandes potencias y también aquellos Estados genuinamente agresores se desentienden de las reglas de su propio país para hacer o declarar la guerra, así como de los principios y las costumbres del Derecho internacional público, y apelan a la fuerza brutal de sus armas para imponer el legajo de sus arbitrariedades. El crimen de la guerra existe desde tiempos remotos; no obstante, nunca el planeta ha asistido a semejante estado de perturbación. Maldito sea el que haya inventado la guerra. Si se mantiene el actual estado de cosas, fatalmente se revelará la hipótesis desafortunada de Calicles, en el “Gorgias” de Platón, sobre que es justo que el más fuerte domine sobre el menos fuerte y el más poderoso sobre el menos poderoso[12]. La gran diferencia es que hace más de 2400 años, cuando se enunció esa conjetura, no existía la hipótesis propia y eminente, como sí existe hoy, de la voladura del propio mundo. Todo acabaría, y no hay que ser ni profeta ni pesimista para aventurarse a semejante pensamiento. No habrá día “después”; todo será “hasta entonces”.
VIII. La desigualdad y la exclusión social y tecnológica
Una sociedad abierta de ciudadanos libres políticamente y con un grado de igualdad equivalente sería el entorno ideal del sistema de la Constitución. En la relación de la sociedad con el Estado se autorizaría un nutritivo vínculo. Sin embargo, la afectación de la libertad social podría provocar notables disparidades que comprometerían la estabilidad del sistema de la Constitución.
El endeudamiento público del Estado, desplegado por autoridades constitucionales impunes, bajo patrones de absoluta irresponsabilidad, condiciona abiertamente la libertad social, presente y futura de la ciudadanía. El sistema de la Constitución debería contener reglas, concretas y específicas, que limiten la toma la deuda, aseguren la estabilidad de las cuentas públicas y eviten la ruina del derecho desarrollo natural de toda la ciudadanía.
Un grado de justicia social, en el ámbito de una sociedad abierta, librada a la iniciativa de cada ciudadano y del Estado, con la conjugación de todos los comportamientos, instituiría un eslabón determinante para la inclusión y el bienestar general. Además, en algún momento del siglo xxi se pondrá de manifiesto una novísima naturaleza de la desigualdad totalmente desconocida: unos pocos seres humanos que puedan acceder a todo tipo de beneficios provenientes de la ciencia y tecnología, y logren que su “existencia con vida” sea completamente diferente, por sus cualidades artificiales, a todo cuanto se ha conocido y experimentado; separados de la inmensa mayoría de la ciudadanía, que no pueda gozar de ese bienestar. No se trata de una escena de una ficción, porque, en la sociedad abierta, aparecerán novísimos problemas, dado que los seres humanos que gocen del pleno bienestar (riqueza, duración de su vida, resistencia a las enfermedades, tamaño de su memoria, posibilidades de desplazamiento, implantes, etc.) no tendrán competencia, y así quedarán totalmente condenados los seres humanos que no puedan ser “mejorados”[13].
La historia de toda sociedad hasta nuestros días no será más una historia de las luchas de clases, como fue imaginada por Karl Marx y Friedrich Engels[14]. No tendrá sentido definirla como el escenario de confrontación entre los patronos y los obreros, o entre capital y trabajo, o entre ricos y pobres, o entre quienes disfrutan y quienes padecen. La nueva lucha demostrará la existencia de un reducido colectivo de individuos en la cima de la sociedad, mientras más del 90% de la ciudadanía sostendría sus beneficios desde abajo y para siempre.
Así, una sociedad abierta, para mantener la guía de la razón, deberá desarrollar instrumentos novedosísimos para la inmutabilidad del ecuménico dicho de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: “Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos” (art. 1). El pilar de la cultura jurídica basada en el humanismo y la elevación de la dignidad de todo ser humano.
La concentración de la riqueza en muy pocas personas y la distribución de la desigualdad social de una abrumadora mayoría puede hacer estallar las sociedades. Esta versión del capitalismo, que se impregna a menudo con tareas salvajes, demanda el sacrificio de la dignidad humana y, con ello, la propia entidad de la Constitución. La Escritura fundamental es el instrumento para la unión de los seres humanos. Sin embargo, no puede cumplirse cuando existen necesidades básicas insatisfechas, acumulación exagerada de capital o decapitación de la justicia social.
IX. La era inteligente
La certeza que otorga la Constitución escrita no resiste, por el momento, ninguna comparación que pueda empatar o mejorar sus bases de convicción racional. No puedo imaginar, en el 2025, el reemplazo de la Constitución escrita y documentada –una de las máximas expresiones de la racionalidad humana para cobijar la experiencia del coexistir ciudadano– por algoritmos o cualquier tipo, clase o conjunto de reglas emanados de inteligencia artificial.
La gobernabilidad de las habilitaciones que promovería la IA son indiscernibles, inseguras y, sobre todo, inequitativas, sin ahondar en los intereses de quienes las diseñan y mantienen. A esta altura del desarrollo, sólo hay algo seguro: lo único que nos diferencia de la IA es la vida. Aquí deseo compartir la ideación de Alexander von Humboldt brindada en Cosmos: Ensayo de una descripción física del Mundo, obra publicada entre 1845 y 1862: “La naturaleza, considerada por medio de la razón, es decir, sometida en su conjunto al trabajo del pensamiento, es la unidad en la diversidad de los fenómenos, la armonía entre las cosas creadas, que difieren por su forma, por su propia constitución, por las fuerzas que las animan. Es el todo animado por un soplo de vida”[15].
Los progresos científicos y tecnológicos, entre los que se encuentra la capacidad de almacenamiento y velocidad de IA, muy pronto superarán en importantes trayectos a la inteligencia natural. Desde tal comprensión, el Reglamento Europeo sobre IA del 2024 es el instrumento más avanzado que se ha protocolizado[16]. Constituye un marco propicio, un buen comienzo; en un mundo que casi por entero ha dejado todo, absolutamente todo, a la intemperie y discrecionalidad de empresas gigantes, sin territorio, sin comunidades y que operan en la aldea global.
En la medida que se acreciente el “desplazamiento de IA” surgirán, mucho más temprano que tarde, novísimas preguntas. ¿Qué sujeto habrá de ejercer el poder constituyente originario o de cambio? ¿Las Constituciones serán pensadas por humanos y deliberadas en asambleas públicas? ¿Los instrumentos serán producidos merced a la creatividad de la IA? Si se produjese ese datocentrismo, ¿qué órgano realizará y tendrá la última palabra en la recta interpretación de la Constitución: una máquina de pensar o el ser humano? ¿Cómo sabremos, con honestidad y pureza, si la interpretación de un asunto judicial fue resuelta con la inteligencia natural o lisa y llanamente por la IA? El uso indiscriminado de la IA y su falta de regulación jurídica producirá una afectación terminal a la libre decisión que implica la construcción de una sociedad democrática. En pocas palabras: la IA debe ser un complemento regulado de la inteligencia natural, nunca al revés, so pena de fagocitar la propia idea de una Constitución hecha por seres humanos y humanamente realizable. Sin soplo de vida, dejaremos de ser humanos.
Empresas como Google, Samsung o Apple operan las 24 horas de cada día, en casi todo el mundo, los 365 días de cada año. En la abrumadora mayoría de los casos, tienen más poder que muchísimos Estados. La existencia de regulación es inherente a la coexistencia del ser humano. La tarea por delante, fantástica y ciclópea, quizás utópica, será lograr que esas empresas queden vinculadas, definitivamente, a las reglas para la acción de todo orden constitucional. Que ellas también, al igual que la ciudadanía, queden sometidas al orden reglado en el que participan para sostener y desarrollar su propia vida. Nadie conoce el futuro; sin embargo, repito: debe controlarse, conducirse, envasarse el progreso de la IA, antes de que ella controle, conduzca y envase el propio obrar humano, si acaso todavía no sucedió.
X. El cambio climático
Nuestro planeta tiene su edad desde el momento original. No siempre estuvo habitado por el hombre. En el siglo xx, un filósofo mayor, Bertrand Russell, al opinar sobre aspectos de la felicidad, imaginó con fina ironía que la humanidad cambiaría, quizás, el día en que los hijos pudiesen elegir quienes serían sus padres antes de su nacimiento. Nadie elige nacer, motivo por el cual el plan de vida de cada ser humano, con su dignidad inherente, es el fundamento de la existencia.
El hombre pertenece al mundo natural. Empero, en su trayecto, se ha producido la deforestación y la desertificación del suelo bruta e irreflexiva; la práctica de la agricultura, la minería y la ganadería irresponsable; la emanación de toda clase de gases. La contaminación de las aguas, de la tierra y del aire ha sido una tarea humana; es decir, el hombre, con su irracionalidad, ha dañado los elementos naturales, y no lo ha hecho con el sol porque no puede. Muchos daños a la casa del hombre son irreparables. En paralelo, todavía hay autoridades políticas, singulares energúmenos e ignorantes repartidos en diferentes países, que postulan la libre acción de los agentes económicos sin importar la demolición del mundo natural.
La responsabilidad sobre el cuidado de la naturaleza es doble. En primer lugar, para nosotros y nuestra existencia vida; en segundo lugar, para nuestra posteridad y para todas las personas que vivirán en este planeta. Las regulaciones constitucionales para la protección de la naturaleza son elementales. Deben contener, además, vínculos integrales y vías de prevención y reparación rápidas, concretas y certeras. Quizá llegue el día en que el ser humano, ante la naturaleza, descubra que su casa ya no existe.
Colofón
Con la Ley fundamental no cesan los conflictos comunitarios; sólo ha de cesar el conflicto relativo a la institución de un orden altísimo. Así, la Ley fundamental siempre será fruto de las artes humanas. El sistema de la Constitución es una idea pensada y gestada por los seres humanos. Una idea que ha sido, es y será artificial por “naturaleza”, porque integraremos su mundo hasta el fin de la perpetuidad cuando, acaso, el “todo natural” deje de ser animado por la inspiración de la vida.
Mientras tanto, una de las tareas más relevantes de los constitucionalistas, en tanto doctrinarios de la rama fundamental del Derecho del Estado, es estudiar los problemas que se denuncian. Evitar que la ciudadanía sea engañada, porque no es conveniente ni ético que suceda, como alertó Condorcet en 1788[17].
La Constitución es una de las mayores invenciones de la humanidad para consolidar el hecho de que todos puedan disfrutar de la vida. Los problemas que aquí sólo se mencionan son agudos, tal vez terminales. Antes de hacer un “réquiem”, se necesitan todos nuestros esfuerzos, hasta el máximo agotamiento de nuestras posibilidades, para salvar la democracia, cuidar el planeta, controlar la inteligencia artificial, sostener la paz, evitar un abuso jurisdiccional en el cuestionamiento de la política y gobernar en la búsqueda de la igualdad.
Somos afortunados. Vivimos. Pensemos y obremos con dignidad, celeridad y solvencia. No dejemos que la perturbación sea perpetua y apoyemos el desarrollo infinito de las instituciones constitucionales, el camino de los caminos para fundar la coexistencia, la integración, la dirección y el bienestar de una comunidad. Las luces de la razón, todavía, animan el espíritu humano. Al fin y al cabo, uno de sus productos, las reglas, son un material precioso y lo único que disponemos para una ordenación comunitaria, fundamental, libremente igualitaria y solidaria. Convencidos de que la sociedad ideal no existe. Por el momento…
[1] Escrito presentado en el Forum de Lisboa: https://www.forumdelisboa.com/2025/inicio, “O Mundo em Transformação — Direito, Democracia e Sustentabilidade na Era Inteligente”, 2, 3 y 4 de julio de 2025. Mesa: “El Derecho constitucional en tiempos de crisis globales”.
[2] Abogado. Catedrático de Derecho constitucional, Facultad de Derecho (FD), Universidad de Buenos Aires (UBA). Doctor en Derecho (UBA). Postdoctor en Derecho FD de la UBA (ORCID 0000-0001-5089-8136). E-mail: rgferreyra@derecho.uba.ar. El autor agradece por el valioso diálogo a E. Raúl Zaffaroni, Gilmar Ferreira Mendes, Carolina Cyrillo, Nancy Cardinaux, Maite Alvado, Paulo Sávio Peixoto Maia, Pablo Ali, Andrés Pérez Velasco y Leandro Vergara.
[3] Empleo “Escritura fundamental” como sinónimo de “Constitución”, así como también “Regla Altísima”, “Ley Suprema” y “Ley fundamental” y “Ley básica”.
[4] Bidart Campos, Germán J., El Derecho de la Constitución y su fuerza normativa, Buenos Aires, Ediar, 1995, p. 11.
[5] Hobbes, Thomas, Leviatán. O la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2011, p. 3.
[6] Kant, Immanuel, Sobre pedagogía, Universidad Nacional del Córdoba, 2009, p. 36.
[7] Decisión del Pleno del Tribunal Constitucional contra la Ley Orgánica 1/2024, de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña, dictada el 26/6/2025, disponible en https://www.tribunalconstitucional.es/NotasDePrensaDocumentos/NP_2025_061/NOTA%20INFORMATIVA%20N%C2%BA%2061-2025.pdf.
[8] “Trump v. United States”, sentencia dictada el 1/7/2024 por la Supreme Court of the United States, disponible en https://www.supremecourt.gov/opinions/23pdf/23-939_e2pg.pdf.
[9] Corte Suprema de Justicia, Recurso de hecho deducido por la defensa de Cristina E. Fernández de Kirchner, sentencia dictada el 10/6/2025, disponible en https://sjconsulta.csjn.gov.ar/sjconsulta/documentos/verDocumentoByIdLinksJSP.html?idDocumento=8104601&cache=1750730823690.
[10] Bobbio, Norberto, El problema de la guerra y las vías de la paz, Barcelona, Gedisa, 2008, p. 19.
[11] Contribución gentilmente cedida por su autor, 2025, en mi archivo.
[12] Platón, Gorgias, Buenos Aires, Eudeba, 1967, p. 178 (483 c y d).
[13] Hawking, Stephen, Breves respuestas a las grandes preguntas, Barcelona, Crítica, 2018, p. 115.
[14] Marx, Karl y Engels, Friedrich, Manifiesto comunista, Madrid, Alianza, 2001 [1848], p. 49.
[15] Humboldt, Alexander von, Cosmos, Madrid, Los libros de la catarata, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2011, p. 7.
[17] Condorcet, ¿Es conveniente engañar al pueblo?, Madrid, Sequitur, 2009.