Inconstitucionalidad, riesgos sistémicos y responsabilidades institucionales del Decreto 137/2025.
Por Desojo Emanuel (*)
Invitado en Palabras del Derecho
La utilización del inciso 19 del artículo 99 de la Constitución Nacional
La utilización de esta cláusula para designar magistrados de la Corte Suprema configura un caso paradigmático de distorsión normativa. Este dispositivo –originalmente diseñado como facultad excepcional del Poder Ejecutivo para cubrir vacantes administrativas durante el receso legislativo y solo cuando estas se producen en dicho período– ha sido extrapolado indebidamente al ámbito judicial. La operación interpretativa que sustenta esta decisión no resiste un análisis hermenéutico riguroso: al forzar el sentido claro del texto constitucional, se vulnera el principio de taxatividad en la interpretación de normas de competencia (Bidart Campos, 1999), sustituyendo la seguridad jurídica por un instrumentalismo oportunista.
El núcleo del conflicto trasciende la mera irregularidad formal. Al politizarse la integración del máximo tribunal mediante un mecanismo de designación exprés, se altera la arquitectura de pesos y contrapesos que garantiza la independencia judicial. Este fenómeno genera un efecto cascada: la falta de idoneidad democráticamente consensuada en la cúspide del Poder Judicial contamina la legitimidad de toda la estructura jurisdiccional, convirtiendo a los jueces inferiores en potenciales rehenes de una lógica clientelista (Nino, 1997). La sustitución del procedimiento ordinario establecido en el artículo 99 inciso 4 –que prevé audiencias públicas, control parlamentario y evaluación de méritos– por esta vía paralela, no solo elude estándares básicos de transparencia, sino que socava tres pilares del Estado de Derecho:
1. La publicidad de los actos de gobierno (Habermas, 1998), al omitirse el debate sobre la trayectoria ética e intelectual de los candidatos;
2. El principio de responsabilidad republicana, al evitarse el escrutinio cruzado entre poderes;
3. La previsibilidad institucional, al normalizarse prácticas que convierten excepciones en reglas.
La Corte Suprema, como garante último de la supremacía constitucional, carga con una responsabilidad histórica en esta crisis. Su silencio activo ante la manipulación de los artículos 99 inc. 4 y 99 inc. 19 –cuando podría ejercer el control de razonabilidad mediante la doctrina de los poderes implícitos (Fallos 318:2148)– sugiere una complicidad funcional con el Ejecutivo. Esta abdicación de su rol contramayoritario (Ely, 1980) no solo legitima designaciones espurias, sino que crea un peligroso precedente: la conversión del máximo tribunal en un actor político más, sujeto a la misma lógica transaccional que pretende supervisar.
El verdadero costo de estas prácticas no se mide en términos jurídicos formales, sino en su capacidad para erosionar lo que Bobbio (1987) denominó "la sustancia democrática" de las instituciones. Cuando los mecanismos constitucionales se vacían de su contenido garantista para convertirse en meros rituales de poder, la democracia se reduce a una cáscara retórica. La reconstrucción de la credibilidad judicial exigirá no solo rectificaciones procesales, sino un ejercicio colectivo de memoria institucional que recupere el espíritu originario del artículo 99, que es evitar la concentración de poder, en vez de facilitarla.
El precedente Doñate (2019): Un contrafáctico revelador de la arbitrariedad institucional
La conducta reciente de la Corte Suprema al avalar –mediante la acelerada jura de Manuel José García-Mansilla– las designaciones ejecutivas se contradicen con su propio precedente en el caso de Martín Doñate.
La contradicción entre el tratamiento dado a Manuel José García-Mansilla y el caso de Martín Doñate en 2019 opera como un estudio de “caso” para develar la discrecionalidad del tribunal.
Este precedente, lejos de ser mera jurisprudencia anecdótica, configuraba lo que Dworkin (1986) denominó "integridad jurídica": la obligación de tratar casos similares con criterios consistentes. Sin embargo, la jura exprés de García-Mansilla fractura este principio. La aceleración procesal menos de 72 horas en el caso actual) sugiere una aplicación ad hoc del control de constitucionalidad, donde la celeridad no responde a urgencias institucionales sino a alineamientos políticos coyunturales.
La paradoja es ontológica: tres de los cuatro actuales magistrados –incluyendo a quienes validaron esta designación– accedieron al cargo mediante el mismo método que fue objetado ya en 2019. Esta circularidad normativa crea un régimen de excepción autojustificativo, donde –como advirtió Kelsen (1960)– la Grundnorm deja de ser la Constitución para convertirse en la voluntad discrecional del tribunal. El contraste con los casos Rosatti y Rosenkrantz (que regularizaron a posteriori su situación mediante audiencias testimoniales) se agrava la incongruencia, pues mientras en 2019 se exigió coherencia ex ante, ahora se tolera una validación ex post que vacía de contenido el artículo 99 inc. 4 de la Constitución Nacional.
Implicaciones epistemológicas de la inconsistencia
El doble rasero no es un mero error procedimental, sino un vicio que afecta lo que Fuller (1969) consideraba requisitos del "derecho interno": publicidad, no retroactividad, y congruencia entre reglas y su aplicación. Al quebrar estos principios, la Corte genera lo que Tushnet (2003) llama "constitucionalismo esquizofrénico", donde cada fallo se convierte en un universo normativo autónomo. La consecuencia es una ruptura del diálogo de fuentes (Neves, 2013) que convierte a la Corte en juez y parte de su propio sistema de legitimación.
Por ello, al avalar la designación mediante la utilización del subterfugio de nombramiento “en comisión” (art. 99 inc. 19 de la Constitución) revela una peligrosa deriva institucional. Este doble estándar en la validación de nombramientos de magistrados configura una fractura en la coherencia argumentativa del máximo tribunal. La actual composición de la Corte posee un problema de legitimidad de origen que trasciende lo formal: como advirtió Ferrajoli (2011), cuando los guardianes de la Constitución acceden al cargo violando sus normas sustantivas, toda su labor jurisprudencial queda teñida de un déficit democrático estructural.
Este escenario facilita lo que se denomina "captura política de las instituciones". Al depender tres magistrados de un acto administrativo cuestionado –solo atenuado ex post facto en los casos Rosatti y Rosenkrantz mediante una validación o ratificación ad hoc del proceso ordinario–, se genera una dependencia fáctica hacia el poder que los nombró. La consecuencia es la instalación de un sistema de patronazgo judicial donde operan dos lógicas perversas:
1. Clientelismo partidario: Los fallos sobre controversias de alta sensibilidad política (como la constitucionalidad del DNU 70/23) tienden a resolverse mediante cálculos de lealtad antes que por imperio de la doctrina jurídica;
2. Influencia corporativa: La falta de un proceso transparente de selección habilita a grupos económicos a incidir en la designación de jueces propensos a proteger sus intereses en litigios estratégicos.
La gravedad de esta interferencia se maximiza cuando el tribunal debe arbitrar casos que definen el equilibrio republicano. El citado DNU 70/23 –cuyo análisis constitucional requiere independencia absoluta– ejemplifica cómo la deslegitimación de origen distorsiona el rol contramayoritario de la Corte. En lugar de funcionar como dique frente a los abusos del poder transitorio (Ely, 1980), se convierte en cómplice de su entropía institucional. Esta dinámica, lejos de ser un mero defecto procedimental, corroe lo que Weber (1922) consideraba el núcleo de la autoridad judicial: la creencia social en su imparcialidad. Sin ella, hasta las sentencias técnicamente impecables se perciben como productos de una ingeniería política.
El limbo de las designaciones en comisión: Entre la precariedad institucional y la mácula originaria
La provisionalidad inherente a estos nombramientos –donde los magistrados ejercen sin inamovilidad hasta la ratificación del Senado Nacional– transforma el proceso constitucional en un mecanismo de disciplinamiento político. Siguiendo la lógica de Ackerman (1991) sobre los "momentos constitucionales", lo que debería ser un procedimiento de selección meritocrática (art. 99 inc. 4) muta en un ritual de ratificación condicionada. Esta inversión funcional –analizable desde la teoría de los actos propios (Casal, 2005)– genera un vínculo perverso: los jueces designados adquieren un interés fáctico en alinear sus decisiones con las expectativas del Ejecutivo y las mayorías que habitan la Cámara Alta de la legislatura para asegurar su confirmación.
El caso Rosatti-Rosenkrantz demostró cómo este esquema vicia la garantía de independencia judicial consagrada en el artículo 110 Constitución Nacional. Aunque ambos magistrados posteriormente regularizaron su situación mediante audiencias formales, la mácula de su designación inicial persiste como un "déficit hermenéutico" (Fiss, 1986) que contamina su legitimidad funcional. Como señala la doctrina de la apariencia del derecho (Atienza, 2013), cuando un juez accede al cargo mediante un acto cuestionado, toda su labor queda bajo sospecha sistémica –incluso si sus fallos son técnicamente irreprochables–.
El Senado enfrenta aquí un dilema hobbesiano:
1. Si aprueba los pliegos, convalida prácticas inconstitucionales y sanciona la conversión de la Corte en un apéndice del poder de turno (lo que Schmitt [1922] llamaría "decisionismo constitucional").
2. Si los rechaza, aunque técnicamente ejercería su rol de control (art. 99 inc. 4), en los hechos estaría castigando a jueces por decisiones tomadas bajo el incentivo perverso de su propia designación precaria.
Esta trampa institucional –donde ambas opciones erosionan la división de poderes– revela la paradoja central de las designaciones en comisión: pretenden ser un puente hacia la constitucionalidad, pero en realidad construyen un abismo entre el derecho formal y las prácticas reales de poder. Como advirtió Zagrebelsky (1992) en su análisis del "derecho dúctil", cuando los mecanismos excepcionales se normalizan, la Constitución deja de ser un límite al poder para convertirse en su instrumento.
Efectos colaterales en el sistema republicano
Por ello es que la precariedad de los jueces en comisión afecta incluso a litigios no directamente vinculados a su confirmación. Siguiendo la teoría de juegos aplicada al derecho (Posner, 2007), los magistrados tenderán a maximizar su utilidad política mediante:
· Comportamiento estratégico: Evitar fallos controvertidos durante el período de ratificación
· Autocensura preventiva: Suavizar posturas jurídicas que puedan irritar a bloques legislativos clave
· Hiperpresidencialismo jurisprudencial: Priorizar criterios alineados con la agenda del Ejecutivo que los nombró
Este cálculo racional –pero antidemocrático– convierte al artículo 99 inc. 19 de la Constitución en un dispositivo de ingeniería institucional inversa: en lugar de proteger al Poder Judicial durante recesos legislativos (su supuesto fin original, según el Decreto 137/2025), lo expone a una presión política constante. La lección histórica es clara: como mostró la Corte Suprema estadounidense en Marbury vs Madison (1803), la independencia judicial solo se garantiza cuando el nombramiento es definitivo, no sujeto a contingencias legislativas posteriores.
Lecciones para el constitucionalismo argentino
Aun si los pliegos fueran aprobados, subsistiría el vicio de origen que Raz (1979) denominó "autoridad sin legitimidad moral": jueces designados mediante decretos inconstitucionales pueden ejercer funciones legales, pero su autoridad interpretativa quedará siempre bajo la sombra de lo que Vigo (2005) llama "desobediencia constitucional pasiva" que erosionará para el futuro la credibilidad institucional en cada fallo controvertido que se emita.
El verdadero desafío no es resolver este caso particular, sino evitar que el art. 99 inc. 19 se convierta en lo que Schmitt (1928) temió: un "caballo de Troya" que vacíe de contenido el proceso de selección judicial.
Como advirtió Habermas (1996), las constituciones sobreviven no por su perfección técnica, sino por la voluntad colectiva de dotarlas de sentido vivo. Rechazar estos pliegos no sería un acto de confrontación, sino de fidelidad republicana: recordar que, en democracia, hasta los jueces de la Corte Suprema están sometidos a la Constitución, nunca por encima de ella.
La caducidad constitucional de los decretos ante el rechazo del Senado Nacional
El rechazo de los pliegos por parte del Senado no sería un mero acto político discrecional, sino la consecuencia jurídica necesaria de designaciones que desde su origen carecen de sustento constitucional. El artículo 99 inc. 19 –interpretado en su contexto normativo (art. 116 Constitución Nacional)– opera como una facultad excepcional non self-executing: su eficacia está condicionada al posterior control del Senado, no como mera formalidad, sino como requisito sustantivo de validación. Esto deriva del principio republicano de colegislación en materia judicial (art. 75 inc. 12 de la Constitución Nacional), que convierte al Senado en guardián último contra la discrecionalidad ejecutiva.
La doctrina de los actos propios, aplicada por la Corte Interamericana en el caso Acevedo Buendía vs Perú (2009), establece que quienes aceptan cargos bajo normas cuestionables no pueden invocar derechos adquiridos sobre bases ilegítimas. Por tanto, si el Senado rechaza los pliegos:
1. Los decretos de designación pierden vigencia ex tunc (desde su emisión), por carecer desde un inicio de aptitud para producir efectos jurídicos plenos.
2. Los magistrados cesan automáticamente en sus funciones, conforme al artículo 29 de la Constitución Nacional que prohíbe investir autoridad fuera de las formas constitucionales.
Este desenlace no sería una "sanción" política, sino la restauración del status quo ante requerida por el principio de supremacía constitucional (art. 31 de la Constitución Nacional). Como enseñó el citado caso Marbury vs Madison, "un acto contrario a la Constitución es nulo, y los poderes judiciales están obligados a desaplicarlo". El Senado, en ejercicio de su rol de control (art. 99 inc. 4), cumpliría aquí una función análoga a la revisión judicial: eliminar normas espurias del ordenamiento.
Consecuencias jurídicas del rechazo senatorial a los pliegos en comisión: Doctrina constitucional y riesgos de precedente.
La eventual denegación de los pliegos por el Senado activaría mecanismos constitucionales de caducidad automática, conforme a la naturaleza precaria de las designaciones en comisión. Como explica Bidart Campos (1995), este instituto opera bajo una condición resolutoria temporal: "Si el acuerdo del Senado no se presta o no se deniega antes de finalizar el próximo período de sesiones ordinarias, la designación expira ipso iure" (Vol. II, p. 327). Esta lógica –que excluye las sesiones extraordinarias del cómputo– deriva del principio de interpretación restrictiva de las excepciones (art. 28 Constitución Nacional), aplicable a todo uso del artículo 99 inc. 19 de la Constitución Nacional.
La distinción conceptual entre "designación en comisión" y "puesta en comisión" es crucial aquí. Mientras la primera es una figura excepcional pero constitucional (para cubrir vacantes administrativas), la segunda –según Bidart Campos– constituye una práctica espuria heredada de gobiernos de facto: "Suspender la inamovilidad judicial mediante designaciones temporales socava la independencia funcional, sometiendo al juez a presiones del poder que lo nombró" (Op. cit., p. 334). Al aplicar esta doctrina, los actuales magistrados en comisión enfrentan un dilema existencial: cada fallo que emitan podría interpretarse como un cálculo para asegurar su ratificación, violando el estándar de imparcialidad que exige la CIDH en su Opinión Consultiva OC-29/2021.
El andamiaje argumental se refuerza con la jurisprudencia académica de Fayt (2003): "El carácter precario del nombramiento faculta al Senado no solo a rechazarlo, sino a extinguir sus efectos ab initio" (Derecho Constitucional, p. 412). Ekmekdjian (2012) amplía este criterio: "La caducidad por rechazo senatorial no es discrecional –es la consecuencia necesaria de usar una vía excepcional para cargos que exigen consenso institucional" (Tratado, T. III, p. 189). Estas posturas se alinean con el espíritu del Constituyente de 1994, que fortaleció los controles interorgánicos (arts. 99 inc. 4 y 114 Constitución Nacional) precisamente para evitar la discrecionalidad ejecutiva en materia judicial.
Escenarios post-rechazo y el riesgo de precedente
1. Efecto inmediato: Cesación automática de los designados, sin necesidad de nuevo decreto (art. 29 Constitución Nacional).
2. Obligación de reiniciar el proceso: El Ejecutivo debe activar el mecanismo ordinario del artículo 99 inc. 4 de la Constitución Nacional, con audiencias públicas y acuerdo legislativo para las nuevas propuestas.
3. Costos institucionales: Aunque se corrija el procedimiento, persiste el daño a la credibilidad judicial –la Corte que avaló estos nombramientos queda inhabilitada simbólicamente para revisar futuros abusos (Teoría de la Legitimidad por Retroalimentación de Fallon, 2014).
En conclusión, el verdadero peligro radica en el precedente creado por el Decreto 137/2025 y su validación judicial por la Corte Suprema, con la toma de juramento de García-Mansilla (por ahora). Como advierte Ferrajoli (2011), cuando los órganos de garantía normalizan prácticas inconstitucionales, generan "zonas de no derecho" que luego se expanden, lo que permitiría a futuros gobiernos usen el receso legislativo como herramienta de court-packing estratégico, y permita con estas designaciones “en comisión” presionar a éstos jueces mediante amenazas veladas de destitución o retiro de pliegos. En definitiva, de vaciar el artículo 99 inc. 4 de la Constitución de su contenido, amén de convertir al Senado en mero notario de decisiones ya tomadas.