Por Emanuel Desojo (*)
Concepto
A lo largo de la historia de la Humanidad, la propiedad ha sido el constante motor del progreso material, y a su vez la principal causa de la conflictividad, motivo de opresión, expoliación y violencia entre las personas. “Las formas de ejercicio de la propiedad, en tanto mecanismo esencial de ejercicio del poder, justifican tanto la generación de conflicto y violencia como su resolución”[1].
Si entendemos la propiedad como la institución socio-jurídica que engloba las distintas prerrogativas que los individuos o grupos humanos pueden ejercer, respecto de terceros, sobre los bienes económicos, y las relaciones entre individuos o grupos que de aquellas se derivan. La propiedad es el centro de un problema: el de la distribución o asignación de los bienes económicos, esencialmente limitados, de cuya producción participan los hombres para satisfacer sus necesidades con los bienes particularmente asignados[2].
Ahora si la entendemos como la ha interpretado la CSJN desde sus primeros fallos, podemos citar el del año 1925 (“Bourdie”) donde describe a la propiedad como la institución jurídica que comprende “todos los intereses apreciables que el hombre pueda poseer fuera de sí mismo, fuera de su vida y de su libertad. Todo derecho que tenga un valor reconocido como tal por la ley (…) a condición de que su titular disponga de una acción contra cualquiera que intente interrumpirlo en su goce así sea el Estado mismo”.
Desarrollo Histórico
En las sociedades primitivas del antiguo continente, la titularidad de los bienes recaía sobre la colectividad, y a través de la “evolución” de las formas de producción, primero temporaria y luego permanente, que fue transformando los caracteres de ésta en individual sobre la cabeza de los líderes de clanes y familias. Esta transmisión fue modificando sus signos, con una cada vez menor responsabilidad por ella frente a la comunidad.
Así este proceso llevó al surgimiento en Roma de la propiedad privada, de carácter absoluto, exclusivo y perpetuo, en cabeza del pater familias, cuyo contenido identificaron los jurisconsultos romanos en los ius utendi, fruendi y abutendi: prerrogativas para usar la cosa y percibir sus frutos con exclusividad, y disponer material y jurídicamente de ella a su voluntad.
En la Edad Media este concepto de propiedad fue modificado, atento los caracteres sociales y políticos que existieron, lo que implicó la modificación de sus signos.
Esta nueva era, donde las sociedades se desmembraban y atomizaban entre las propiedades del Clero y las distintas formas de Nobleza, quienes eran dueños y señores de las diferentes formas de propiedades con caracteres disímiles de los expuestos por el Derecho Romano, desmembrándose en derechos múltiples y superpuestos sobre las cosas; donde los siervos de la gleba dependían de los lazos feudales que lo ataban a la tierra de sus ancestros, sin propiedad ni concepto de propiedad para vivir y producir.
Recién en el siglo XIV, con la aparición de nuevas formas de producción y el resurgimiento de las ciudades y de la economía mercantil, más el aporte de los glosadores, es que volvieron a formarse los caracteres de la propiedad del derecho romano.
La filosofía liberal, sustento teórico del capitalismo naciente, desde el iusnaturalismo racionalista se volcó a legitimar el derecho natural, “inviolable y sagrado” (como reza la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano), de todo hombre a la vida, la libertad y la propiedad.
Así las revoluciones burguesas muestran el triunfo de este nuevo orden económico, en que la potestad del hombre sobre las cosas volvió a considerarse absoluta e irrestricta. El Código Napoleón y las legislaciones civiles que se inspiraron en él llevaron los conceptos de propiedad que lo fundamentaron. Los fisiócratas ven así convertidos sus postulados, y exportados al resto del orbe continental.
Sin embargo las voces de protesta no se hicieron esperar, desde la misma Revolución Francesa, intelectuales juzgaban ilegítima la propiedad que significase expoliación del trabajo de los pobres. Los movimientos socialistas y anarquistas del siglo XIX criticaban la libertad que habilita el derecho del más fuerte, considerando a la propiedad la causa de la explotación del proletariado industrial, que no tiene más propiedad que su fuerza de trabajo, propugnando su colectivización o supresión, respectivamente.
En este contexto es que comienza a conformarse el concepto de función social de la propiedad. Por un lado, en 1891 nace la Doctrina Social de la Iglesia, que desde una postura iusnaturalista sostendrá la necesaria restricción del derecho de propiedad, que considera que “está subordinado el derecho al uso común y al destino universal de los bienes” (encíclica Laborem Exercens) y que “nunca debe ejercerse en detrimento del bien común”, dado que “nadie tiene derecho a reservar para su uso exclusivo aquello que le es superfluo, mientras a otros les falta lo necesario” (encíclica Populorum Progressio).[3]
Simultáneamente, muchos juristas van reconociendo la necesidad de restringir y reglamentar la propiedad individual en miras de satisfacer el interés social y evitar ejercicios abusivos y excesivos: a más de la función individual, las posibilidades económicas ofrecidas al propietario por la cosa, se suma la función social como límite normal del ejercicio de todo derecho.
El francés León Duguit, enmarcado en la teoría organicista, postula que la propiedad es la función o deber social que tiene el titular de esa riqueza para con la sociedad, consistente en destinarla a la satisfacción de las necesidades comunes.
De esta forma, la concepción liberal y absoluta de la propiedad sufre sus primeros embates reformistas.
Luego de la Primera Guerra Mundial, a través de nuevas constituciones que incluyeron normas orientadas en este sentido, como la mexicana de 1917, la alemana de Weimar de 1919, la brasileña de 1946, la italiana de 1947 y la argentina de 1949.
Orígenes desde la Argentina
Ahora, cuando analizamos los orígenes del derecho de propiedad en el territorio que hoy ocupa el Estado Argentino, con su recorrido histórico, comenzando con el Estado Colonial, podemos comprender como se ha compuesto nuestra historia de una larga y cruel desapropiación de bienes hasta entonces comunes como la tierra, los pastizales o el ganado salvaje.
Las víctimas de este proceso de despojo y de cercamiento privado fueron sobre todo los pueblos originarios. Pero a ellos se sumó muy pronto una parte importante de la población negra, mestiza o mulata, así como los criollos de clase baja, que la “inteligenzia” fue dominando culturalmente.
Desde la sociedad colonial, el derecho de propiedad de la tierra era el trofeo obtenido por los beneficiarios de la conquista: los militares y altos funcionarios, españoles y criollos, el clero, los grandes estancieros y comerciantes, los abogados, médicos y, en general, todos los que se desempeñaban un trabajo “intelectual”.
Los derechos de propiedad, en realidad, coincidían con los derechos políticos y llegaron a ser una prerrogativa que descansaba tanto en razones económicas como étnicas (la mayoría de la “gente decente” era gente blanca, aunque algunos lograron ocultar su origen mestizo).
Este mundo colonial fue sacudido a partir de 1810 con la Independencia, y con la Asamblea del Año XIII, que proponía un impulso igualitario. Esto era producto de las guerras de la independencia donde existieron algunos intentos de democratización las relaciones de propiedad. En ese contexto, se propusieron diferentes programas de distribución de la tierra entre los criollos pobres, promocionados por algunos líderes independentistas como Moreno, Belgrano o Artigas.
Si bien la movilización de las clases populares en las guerras previas y posteriores a la Independencia determinó el colapso del viejo orden, un nuevo fue impuesto sin modificar las relaciones de explotación, pero ahora con las nuevas elites políticas y económicas criollas, empezando por las de Buenos Aires, que mantuvieron el statu-quo.
En este nuevo orden resultaba necesaria la construcción de un Estado “nacional” capaz de asegurar la producción orientada a la exportación. Este proceso comportó una nueva ola de despojos contra los sectores más vulnerables del antiguo régimen produciéndose las distintas campañas genocidas.
Así desde ese Estado se promovieron campañas de exterminio dirigidas a “pacificar el desierto”, con el consecuente proceso de privatización de la tierra, propiciándose al reemplazo de la población nativa por inmigrantes que iban a ser la mano de obra que el sistema económico impuesto desde Europa requería (ver “Historia Económica, Política y Social” de Mario Rappapport).
La extensión de alambrados, la creación de Registros Catastrales y Registros de la Propiedad Inmueble, más la conversión forzada de parte de la población mestiza en peones rurales fueron el acta de nacimiento de unas relaciones de propiedad pensadas al servicio de un modelo de sociedad elitista y excluyente[4], fundamentada en los principios de los fisiócratas y el liberalismo colonizador europeo.
Desde esa corriente ideológica-política puede analizarse la Constitución de 1853, y cuál fue su objetivo en relación a los derechos de propiedad, como la función que ésta tenía en forma de instrumento legitimante de un nuevo modelo de sociedad elitista.
Vemos como recogía la Constitución en los artículos 14 y 17 ese derecho de propiedad en forma de garantía de la tarea expropiadora ya realizada, y por otro, como promesa de inclusión para la nueva población inmigrada.
Esta concepción absolutista de la propiedad terminó de ser plasmada y legalizada con el dictado del Código Civil de 1871 que permitiría a las élites que gobernaban el país a finales del siglo XIX ufanarse de haber cumplido con creces su proyecto “modernizador”, que desencadenó grandes olas de inmigración, a la vez que terminó de crear poderosos monopolios y oligopolios ligados al nuevo modelo económico, y que vemos subsistir hasta el día de hoy, manejando los hilos de la vida económica y política del país.
Ese código, reflejo de esta corriente jurídica liberal, establecía en el art. 2506 del código velezano que define al dominio como “el derecho real en virtud del cual una cosa se encuentra sometida a la voluntad y a la acción de una persona”, a lo que agrega los caracteres de exclusivo (en cuanto no puede ser compartido, art. 2508), perpetuo (por no tener límite temporal y “subsistir independientemente del ejercicio que se pueda hacer de él”, según art. 2510) y absoluto (por ser el derecho que mayor cantidad de facultades otorga a su titular), pero además en el art. 2513 decía que, conjuntamente al poder poseer, usufructuar y disponer de la cosa, el propietario podía “desnaturalizarla, degradarla o destruirla”, lo que denotaba un uso antisocial de la cosa (algo que fue reformado recién en el año 1968 -por el decreto-ley 17.711/68-).
En ese contexto es que la migración no sólo trajo personas, sino también ideas que se instalaron en el país, esas ideas socialistas y anarquistas, que se sumaron al desequilibrio en el reparto de la propiedad privada en un país inmensamente rico en tierras, lo que determinó la articulación de un enérgico movimiento obrero, que suministraron las bases para huelgas y movilizaciones importantes, como la “huelga de inquilinos” y la “marcha de las escobas” de 1907, hechos que cuestionaban duramente las relaciones de propiedad existentes.
Las leyes y la propia jurisprudencia de la Corte Suprema van a ir reflejando parcialmente esta impugnación de las concepciones absolutistas del derecho de propiedad privada en las primeras décadas del siglo XX.
Sin embargo, tan fuerte es la relación de la oligarquía agrícola-ganadera con la propiedad privada que juristas socialistas, como Carlos Sánchez Viamonte o Alfredo Palacios, vieron claro que no era posible democratizar las relaciones de producción si no se ponía en cuestión la concepción liberal conservadora de los derechos de propiedad.
Sánchez Viamonte (con un rol destacado en la Reforma Universitaria de la UNLP) entendía que la Constitución protegía el derecho de propiedad “conforme a las leyes que reglamenten su ejercicio”, por lo cual se incluía la posibilidad de limitarlo y regularlo tanto en beneficio de los individuos como de la propia comunidad[5].
Alfredo Palacios, por su parte, pensaba que la socialización de los medios de producción y el nuevo derecho que la haría posible cabían en el marco constitucional de 1853, sin que fuera imprescindible una reforma del artículo 17[6].
Sin embargo recién con el ascenso de movimientos populares como el peronismo comenzó una democratización parcial de la vida política, que tuvo un impacto decisivo en la manera tradicional de concebir las relaciones de propiedad. Por un lado, se pusieron de manifiesto los criterios racistas, además de clasistas, con los que se había distribuido la propiedad y el poder en la Argentina en manos hasta ese entonces de los “dueños” agrícolas-ganaderos del país; y por otro lado se incorporó a la agenda política cuestiones nuevas como la propiedad estatal de recursos estratégicos como el petróleo, el sistema financiero, o los grandes medios de transporte.
Recién con la Constitución peronista de 1949 se consagró expresamente la función “social” de la propiedad. Al mismo tiempo, reconoció numerosos derechos, también “sociales”, en el ámbito de las relaciones urbanas y agrarias, así como diferentes mecanismos de gobierno público de la economía. En muchos casos, la propiedad pública se entendió simplemente como propiedad estatal, limitando las posibilidades de autogestión de los trabajadores en la vida económica (no era una cuestión menor, de hecho, que la Constitución no reconociera el derecho de huelga).
Sin embargo reconocía que “la propiedad privada tiene una función social y, en consecuencia, estará sometida a las obligaciones que establezca la ley con fines de bien común” (art. 38) y que “la organización de la riqueza y su explotación tienen por fin el bienestar del pueblo, dentro de un orden económico conforme a los principios de la justicia social”. Venía así a institucionalizar tendencias surgidas a principio de siglo XX, como por ejemplo algunas leyes reguladoras del dominio (como las que limitaban los derechos de los propietarios de inmuebles en beneficio de los inquilinos) y leading case “Ercolano, Agustín contra Lanteri de Renshaw, Julieta” de 1922, en el cual la CSJN entendió que la propiedad también generaba deberes, y que el derecho de propiedad estaba delimitado por sus fines sociales.
En ese contexto, el jurista Arturo Sampay, inspirador de la Constitución de 1949 y luego asesor del presidente chileno Salvador Allende, defendería enérgicamente la necesidad de nacionalizar las grandes empresas industriales, comerciales, financieras, de transportes y extractivas de minerales, ya que los excedentes sobre las ganancias razonables obtenidas por dichas empresas debían ser considerados como reintegración del capital invertido[7] (similar a la renta extraordinaria que la Oligarquía Agrícola pretende apropiarse).
Lo cierto, sin embargo, es que este impulso en lo que tuvo de democratizador, fue frontalmente resistido por los poderes fácticos y sus aliados externos, que recurrieron al golpe de Estado como única manera de preservar sus intereses.
Con el peronismo ya prescrito, la convención de 1957 retomó la antigua formulación del derecho de propiedad, y si bien agregó al artículo 14 un apartado (el artículo 14 bis) en el que se mantenían algunos derechos sociales, dejó prácticamente intacto el orden económico tradicional, que favorecía la Oligarquía que promovió el golpe de estado, como todos los de la historia Argentina, mostrando la estrecha relación existente entre concentración de la propiedad, restricción de los derechos sociales y vulneración de los derechos civiles y políticos.
En Argentina, la dictadura inaugurada en 1976 suspendió la vigencia de la Constitución de 1853 y puso en marcha un programa basado en el desmantelamiento de los mecanismos de regulación económica en manos del Estado y la estatización de deudas de origen privado.
Esta nueva variante de Estado, neoliberal en lo económico y despótico en lo político, comportó nuevas concentraciones de propiedad y la abierta restricción de derechos sociales, civiles y políticos elementales, fuertemente fogueado por el sector agroexportador argentino.
Con el advenimiento de la democracia en 1983 se generaron algunas expectativas de reforma de las relaciones de propiedad vigente. Este fue el caso de la ley de locaciones urbanas, que introdujo gravámenes diferenciales para las viviendas deshabitadas. Algunos juristas como el liberal igualitario Carlos Nino mantendrían la necesidad de llevar los principios de la democracia deliberativa también a las relaciones económicas y a los lugares de trabajo[8].
La imposibilidad o la incapacidad para acometer estas tareas, sumadas a un severo ataque hiperinflacionario realizado por la Oligarquía, propiciaron una nueva restauración neoliberal. El nuevo gobierno emprendió una nueva ola de privatizaciones de servicios públicos
Este programa neoliberal se reflejó en parte en la reforma constitucional de 1994. Esta reforma, pensada sobre todo para asegurar la reelección presidencial, recogió contenidos contradictorios. En lo que hace al derecho de propiedad otorgó rango constitucional a declaraciones y convenios internacionales de derechos humanos (uno de ellos, la Convención Americana de Derechos Humanos, subordina el uso y goce de los propios bienes al interés social, y prescribe la prohibición de la usura y de “toda forma de explotación del hombre por el hombre” (art. 21).
También es cierto que la reforma de 1994 incorpora una cláusula ambiental en el art. 41 C.N. que posibilita una interpretación, sumada a las diversas leyes de presupuestos mínimos dictadas al efecto, que promueve el ejercicio del dominio con una función ecológica, adecuándolo a un modelo de desarrollo sustentable, o al decir de Bidart Campos, a un desarrollo duradero que posibilite la vida futura de la biosfera, incluido el hombre, lo que daría un vuelco en la concepción constitucional de la propiedad.
Por tanto, a este derecho de dominio se le corresponde el de gozar de un ambiente sano y equilibrado, como contrapartida, de ahí le corresponde el deber de preservar el ambiente y recomponer el daño causado por el desarrollo de cualquier actividad[9]. El nuevo plexo normativo también recepciona la propiedad comunitaria indígena en el art. 75 inc. 17 cambiando el paradigma de forma revolucionario para los derechos reales argentinos.
Pero por otro lado, empero, apuntaló objetivos como “la defensa del valor de la moneda” (art. 75 inc. 19) que, en el contexto de la época, tenían inequívocas resonancias neoliberales.
En los años 90´, entonces, se produce una crisis del constitucionalismo neoliberal, y su concepción neo-absolutista del derecho de propiedad privada y de la libertad de empresa, que no ha sido un fenómeno exclusivamente argentino. Más bien, es un elemento común a buena parte de la historia constitucional latinoamericana reciente.
En la mayoría de los casos, esta crisis ha supuesto una revisión de la Constitución económica neoliberal y de las relaciones de propiedad dominantes. El nuevo constitucionalismo latinoamericano, fenómeno dado en los últimos quince años plantea paradigmas totalmente originales en el derecho constitucional comparado, no quedando al margen la función social de la propiedad[10].
Actualidad
Como lo hemos dicho ut-supra, la propiedad es entendida en sentido amplio, según interpretación constitucional que la CSJN realiza en el fallo “Bourdie” de 1925, como la institución jurídica que comprende “todos los intereses apreciables que el hombre pueda poseer fuera de sí mismo, fuera de su vida y de su libertad. Todo derecho que tenga un valor reconocido como tal por la ley (…) a condición de que su titular disponga de una acción contra cualquiera que intente interrumpirlo en su goce así sea el Estado mismo”.
Y según el Código Civil velezano, la propiedad se asimila al derecho real de dominio, y entonces, nos referimos al dominio privado sobre las cosas que “se encuentran por sí mismas inmovilizadas, como el suelo” (art. 2314 C.C. velezano), así como “las cosas muebles que se encuentran realmente inmovilizadas por su adhesión física al suelo” a perpetuidad.
Esta es innegablemente una concepción liberal individualista de la propiedad, que si bien fue atenuada por las diferentes reformas convencionales, constitucionales y legales realizadas en el último siglo, no reconoce abiertamente su función social, y la reglamenta sólo en forma limitada, correspondiendo al Estado, en su función jurisdiccional, dotarla de nuevos significados mediante sentencias que apliquen e interpreten el plexo normativo que se encuentra vigente.
Los instrumentos regulatorios del ejercicio del derecho de dominio sobre inmuebles urbanos y rurales que puedan dictarse desde el Poder Legislativo implicarán avanzar hacia un reconocimiento de esa funcionalidad de la riqueza, más allá de la falta de mención expresa del concepto. En principio, podemos interpretar la función social de la propiedad como un derecho inherente a ella, no enumerado pero tampoco negado, según los arts. 14 y 33 de la C.N., que reconocen a todos los habitantes de la Nación el derecho de usar y disponer de su propiedad “conforme las leyes que reglamenten su ejercicio”. Así, el régimen constitucional de la propiedad, de raigambre individualista, no puede considerarse en ningún modo absoluto.
Cabe recordar que no existen derechos subjetivos absolutos: en los ordenamientos jurídicos modernos, todo derecho es relativo en la medida que encuentra su límite en el resto de los derechos subjetivos, de cualquier índole, que están en cabeza de terceros, según la reglamentación que de ellos haga el Estado.
(*) Abogado UNLP.
[1] MALDONADO CAPELLO, María de las Mercedes “La propiedad en la constitución colombiana de 1991. Superando la tradición del Código Civil”, parte de la tesis doctoral de la referida autora, en Urbanismo, Université de Paris XII, Laboratoire d´Anthropologie juridique de París; cit. Por SCATOLINI, Juan Luciano, “Acceso a la tierra, informalidad y concentración”. Cit. en SCATOLINI, Juan Luciano, “Acceso a la tierra, informalidad y concentración”.
[2] BURKÚN, Mario y SPAGNOLO, Alberto, “Nociones de Economía Política”, Zavalía, Bs. As., 1985.
[3] TRIVELLI, Pablo O., “Deuda pendiente con las ciudades: Suelo urbano y equidad.” Para la aplicación de la D.S.I. en la problemática latinoamericana del hábitat, véase: Conferencia Nacional de los Obispos Brasileños, “Suelo Urbano y Acción Pastoral”, documento emanado de la 20º Asamblea General, febrero de 1982.
[4] Ya en 1865, el Código Rural encomendó a los jueces de paz la aplicación del delito de vagancia con el objeto de presionar a los pobres libres del campo a encuadrarse en el nuevo mercado laboral.
[5] Así, entre otros, en C. Sánchez Viamonte, Hacia un nuevo derecho constitucional, Buenos Aires, 1938.
[6] Ver, por ejemplo, A. Palacios, El nuevo Derecho, Editorial Claridad, Buenos Aires, 1920 (se cita por la 3ª edición de 1934) pp. 75 y ss.
[7] Así, por ejemplo, en “La reforma de la Constitución de Chile y el artículo 40 de la Constitución argentina de 1949” o en “El cambio de las estructuras económicas y la Constitución argentina”, ambos recogidos en A. Sampay, Constitución y pueblo, Cuenca Ediciones, Buenos Aires, 1974, pp. 169 y ss. y 225 y ss.
[8] Sobre este punto, en el que Nino reenvía explícitamente a la obra de R. Dahl A Preface to Economic Democracy, ver La constitución de la democracia deliberativa, trad. R. Saba, Gedisa, Barcelona, 1997, p. 214.
[9] Véase FERNÁNDEZ, Elena Hilda, “Función ecológica del dominio”, y DE ROSA, Diego, “Las leyes de resupuestos mínimos como límite al ejercicio del dominio”, ambas ponencias expuestas en las XXIV Jornadas Nacionales de Derecho Civil, Bs. As., septiembre de 2013.
[10] La Constitución del Ecuador dice en su artículo 66 inciso 26 que garantiza y reconoce “el derecho a la propiedad en todas sus formas, con función y responsabilidad social y ambiental. El derecho al acceso a la propiedad se hará efectivo con la adopción de políticas públicas, entre otras medidas”; mientras que la constitución del Estado Plurinacional de Bolivia sanciona: “Artículo 56. I. Toda persona tiene derecho a la propiedad privada individual o colectiva, siempre que ésta cumpla una función social. II. Se garantiza la propiedad privada siempre que el uso que se haga de ella no sea perjudicial al interés colectivo” y “Artículo 397. El Estado reconoce, protege y garantiza la propiedad individual y comunitaria o colectiva de la tierra, en tanto cumpla una función social o una función económica social, según corresponda.”